“La cosa de la mujer” y “La pinga del Libertador” también fueron asuntos que ocuparon la pluma de don Ricardo Palma (Lima, 7 de febrero de 1833–6 de octubre de 1919), sepa usted. Aunque no públicamente. Al menos no para la pacatísima Lima del siglo XIX. Ambas historias pertenecen al libro Tradiciones en salsa verde, un conjunto de textos que permaneció oculto por más de 50 años a pedido del autor y gracias a la complicidad de su buen amigo Carlos Basadre —padre del historiador—, quien recibió el manuscrito de manos de Palma con la siguiente dedicatoria:
A don Carlos Basadre.
Sabe usted, mi querido Carlos, que estas hojitas no están destinadas para la publicidad y que son muy pocos los que, en la intimidad de amigo a amigo, las conocen. Alguna vez me reveló usted el deseo de tener una copia de ellas, y no sabiendo qué agasajo le sería grato hoy, día de su cumpleaños, le mando mis Tradiciones en salsa verde, confiando en que tendrá usted la discreción de no consentir que sean leídas por gente mojigata, que se escandaliza no con las acciones malas sino con las palabras crudas. La moral reside en la epidermis.
Mil cordialidades. Su viejo amigo,
El Tradicionista
Palma sabía que la sociedad limeña no pasaría por alto su atrevimiento al involucrarse en lujuriosos asuntos, así como tampoco pasó por alto su ascendencia africana. Él, sin embargo, siempre encontró la forma de burlarse de dicha hipocresía. Incluso después de su muerte: Tradiciones en salsa verde se publicó recién en 1973.
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Manuel Ricardo Palma Soriano fue hijo de Pedro Palma, comerciante nacido en Cajamarca, y Dominga Soriano, cuarterona nacida en Cañete. A Palma la sangre negra le vino de su madre, pues cuarterona se le llamaba a la mujer cuya cuarta parte de su sangre —cálculo hecho a ojo de buen cubero, por supuesto— venía de raza negra.
Sabido esto, Palma sufrió a lo largo de su vida la censura racista de sus detractores que no perdían la oportunidad para disminuirlo sacando al fresco “su ascendencia negra”. Palma no la negó, ni la defendió públicamente, pero es evidente que el tema está muy presente en su obra, sobre todo en las Tradiciones peruanas.
En el texto Ricardo Palma y la cultura negra, el historiador y estudioso palmista Oswaldo Holguín señala que en las Tradiciones los negros casi siempre aparecen esclavizados porque casi todas están ambientadas en la época virreinal, cuando la esclavitud llegó a sus más altos niveles; pero que el perfil de estos personajes de ningún modo es el de sumisos, librados a la voluntad de sus amos.
Para ilustrar su tesis Holguín pone de ejemplo la tradición “Un negro en el sillón presidencial”: “Es 1835 y se sufren los efectos del anárquico caudillismo militar —explica— cuando entra en la desguarnecida capital peruana ‘el famoso negro León Escobar, capitán de una cuadrilla de treinta bandidos’, y toma Palacio de Gobierno, donde se arrellana en el sillón presidencial, retirándose solo cuando recibe una importante suma de dinero. Pasan los años y uno de los ediles que negoció con el bandolero le asegura a Palma “que el retinto negro, en el sillón presidencial, se había comportado con igual o mayor cultura que los presidentes de piel blanca”. En honor a la verdad histórica, precisada por Alberto Tauro, debo decir que los hechos fueron otros: León Escobar no tomó Palacio ni se sentó en el sillón presidencial, sino más bien fue fusilado por un jefe militar como castigo por sus fechorías. Sin embargo, al parecer con intención aleccionadora —que un negro al margen de la ley sea capaz de comportarse con civilidad—, Palma se valió del suceso para destacar lo civilizado de su conducta”.
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¿Por qué es importante Palma como creador del género tradición? Eva Valero, doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Alicante, dice en el artículo “El costumbrismo y la bohemia romántica en el Perú: un tránsito hacia la tradición”, que la creación de la tradición supuso la recuperación de la conciencia histórica para los peruanos, la cual había estado adormecida tras la emancipación.
La académica señala que los escritores románticos —Palma a la cabeza— abrieron un nuevo camino de penetración en la historia y en su literatura al sumergirse en la memoria de la colonia. “Tras la independencia el cuadro de costumbres impuso el retrato de la cotidianidad del presente, anulando el pasado colonial como necesidad patriótica de la nueva república. El romanticismo suscitó el regreso al pasado a través del drama histórico y de la leyenda”, señala.
Esta idea se completa con lo que señaló el escritor Estuardo Núñez en su texto “El impacto de Ricardo Palma en América Latina”. Ahí dice: “Para nuestros narradores del siglo XIX pareció insuficiente la denominación de cuento histórico [...] Ricardo Palma utilizó antes de encontrar la expresión adecuada para sus relatos (o sea la voz tradición) apelativos como cuento nacional, romance histórico, romance nacional, cuento de viejas, cuadro tradicional, cuento disparatado, cuento de abuela, crónica, etc.”.
Dicho de otra forma, las tradiciones fueron la forma en la que Palma puso a disposición del público la historia del Perú. Contó el pasado de forma amena, coloquial, dicharachera; sin apostar por el rigor histórico, pero sin dejar de mostrar los vicios de la sociedad colonial.
No existió antes de Palma esta forma de contar el Perú.
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Ricardo Palma fue escritor, bibliotecario, gestor cultural, periodista, ensayista. Y más. También, lo sabemos, fue padre de ocho hijos. Son Clemente (1872-1946) y Angélica (1878-1935) sus retoños más conocidos, por seguir sus pasos literarios, pero es la segunda quien más trabajó en la difusión de la obra de su padre.
No pensemos que esta devoción se debe a complejo de Electra alguno. O tal vez sí. Pero, si nos remitimos a hechos concretos, el apego de Angélica a su padre es comprensible. Los últimos años del siglo XIX configuraron una época aún castrante para las mujeres, y fue en ese contexto que el escritor animó a su hija a desarrollar su talento en el mundo de las letras. Aunque el padre renegó de su propia producción poética juvenil, la hija fue presentada ante la sociedad literaria e intelectual de la época antes de cumplir diez años leyendo sus propios poemas infantiles en las veladas literarias organizadas por la escritora Clorinda Matto de Turner. Y hay testimonio de ello en artículos publicados en El Comercio, donde se reportaban las incidencias intelectuales de dichas actividades.
La admiración que sintió desde pequeña por su padre se refleja en sus maduros escritos, como en su novela Ricardo Palma, el tradicionalista (1927). Dice: “Cumplidos ya los ochenta y seis años los niños y niñas de las escuelas de Miraflores acudieron a saludarlo, llevando en sus manos puras rosas y laureles para el anciano; él, regocijado por el tierno tributo, en términos sencillos y afectuosos, y con tanta fluidez y corrección como en sus años de fuerza mental, exhortó a los chiquillos que rodeaban su sillón de enfermo a ser honrados, a amar el estudio y el trabajo para bien de la patria. Tenía autoridad para aconsejar: ya había dado el ejemplo”.
No es el propósito de este texto ser más palmistas que Palma, pero sí, a cien años de su muerte, recordar que sería injusto dejar caer, a un precursor como él, en el pozo del olvido.