La temporada de premios cinematográficos deja sus facturas y toca pagar la cuenta. La posibilidad de indignarse con los resultados de tal o cual gala tiene como condición haber visto a los nominados, pues de otra forma los Golden Globes o los Óscar se vuelven más ridículos de lo que son: ceremonias donde una industria se aplaude a sí misma.
La puesta al día a la que obliga febrero incluye un repaso de las cinematografías más alejadas y algunos picotazos de los géneros poco abordados, como los cortometrajes de animación, la mayoría accesibles por internet. El riesgo a la decepción, sin embargo, aumenta, pues uno tiene décadas preparándose para aprender a entretenerse con los bodrios de Hollywood; pero, salvo los críticos profesionales, pocos aficionados cuentan con la misma capacidad de digerir los fallos de otras industrias. Esta vez fue Todos lo saben, un adefesio que tiene por principal engaño estar compuesto, supuestamente, por materiales nobles, como un director laureado (el iraní Farhadi) y unos actores fiables (Penélope Cruz, Javier Bardem, Ricardo Darín).
El filme empieza con una exploración del color local de un viejo pueblo que Sergio del Molino incluiría en La España vacía. Luego, súbitamente, la trama deviene en thriller psicológico en la peor tradición de la narración efectista y truquera. Y en minutos, como si no hubiera bastantes disuasivos ya, termina siendo un melodrama ramplón que podría ser el punto medio entre Dallas y Los ricos también lloran, si es que ambos hitos televisivos no hubieran deparado sanas horas de entretenimiento a la pequeñoburguesía occidental.
El tratamiento visual, pretendidamente artístico, no ayuda: largos planos al reloj estropeado de la iglesia y contraluces a las palomas cuando aletean. Las alegorías sobre el paso del tiempo se presentan al espectador a través de lugares comunes y se repiten como si el creador quisiera subrayar, por si a alguien se le escapó, su ingenio simbólico.
No hay, como se ve, ninguna razón para ver un producto tan odioso luego de los 15 o 20 minutos en los que se manifiesta este despropósito. Salvo el morbo, un peligroso movilizador. La atracción que puede generar Todos lo saben depende de un vicio: ver hasta dónde es capaz de llegar el director asiático; es decir, cuál es su sentido del ridículo cuando debe resolver un plot, encontrar un culpable o componer una escena con emoción y lágrimas. También hay malicia en apreciar el maltrato a un elenco importante, cuyo traspié colectivo está eternizado en formato grande. Farhadi quiso crear un drama devastador bajo la idea de “pueblo chico, infierno grande”, pero ni el espíritu más sensible sería capaz de sentir empatía por esos personajes, fantoches forzados a deambular por las casas y los bares sin que quede de ellos un remilgo de vida, sentido o pasión.
Acabada la película, mientras se ve el reloj y se ojea el celular, se puede descubrir que su única utilidad es marginal: recordar por qué son peores las películas mediocres a las verdaderamente malas y recordar, también, que a un artista se le debe juzgar por lo mejor de su obra, pues no hacerlo revela mezquindad. Todos lo saben.