Cuando se consulten las obras que nos permitan entender el fracaso de la democracia posfujimorista, esa suerte de segunda falsa prosperidad que inició con la transición de Paniagua y que finaliza con la de Sagasti, será importante referir a El páramo reformista, de Eduardo Dargent. Esta obra, que inaugura un esfuerzo divulgativo a cargo del Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica, problematiza por qué es tan difícil realizar reformas en el Estado peruano, y cuáles son los obstáculos que impiden que estas iniciativas prosperen.
Las respuestas no son intuitivas, como podría ser una burocracia ineficiente o la corrupción organizada (aunque también). Dargent se vale de una tesis creativa: para él, no basta con eliminar a los malos miembros que desmedran el aparato público, y considera insuficientes los remedios naturales que se propugnan, como la educación en valores o la promulgación de “nuevas” o “mejores” leyes. Dargent argumenta que el problema reside en la gran resistencia al cambio por parte del statu quo, una superestructura que resiste y opera para que los intentos reformistas o no empiecen, o no se implementen, o no continúen.
Pero ¿quiénes son estos agentes? El autor se detiene en retratar a tres actores políticos, o sus paradigmas: los conservadores populistas, los libertarios criollos y la izquierda dogmática. Dargent sostiene que, ya sea por limitaciones doctrinales o por simple inconveniencia política (sus votantes no demandan cambios o se benefician de la precariedad institucional), estos grupos dejan que el Estado peruano sea una suerte de hámster que corre sobre una rueda: el animal mueve las patas, pero no avanza.
Las metáforas que usa Dargent son más felices, ciertamente.
Una de ellas es una reflexión de Mario Montalbetti a raíz de una figura anglosajona: la corrupción es un barril con “manzanas podridas” que corrompen las sanas. Dice el poeta: “Yo comienzo a sospechar de este símil y, estoy seguro, algunos de ustedes también. Comienzo a sospechar que no son las manzanas, sino que es el barril lo que está podrido”. Para Dargent, el problema es tanto el continente como el contenido.
La segunda metáfora es un lugar común intervenido: “no regales peces, enseña a pescar”. El ensayista pone en evidencia el gran trabajo implícito que se tendría que realizar para que se cumpla este eslogan: tener un Estado fuerte. Enseñar a pescar, es decir, formar a los ciudadanos para que tengan capacidades que les permitan sostenerse a sí mismos supone un Estado suficiente y dinámico que lleve —a través de una geografía retadora— conocimiento y técnica a una población relativamente dispersa a lo largo del tiempo. No parece una proclama liberal, precisamente, sino el orgullo de la educación pública escandinava.
En este escenario, hacer reformas en el Perú parece una tarea titánica que implica no solo consensos improbables, sino también ejercer el poder de tal forma que no es evidente que ello vaya a conllevar resultados tangibles ni ganancia política. Si asumimos que, además de la oposición de las fuerzas formales —como se ha visto con la carrera magisterial o la Sunedu—, existe la obstrucción de las informales e ilegales, el panorama no puede ser más que pesimista.
Y, sin embargo, la argumentación de Dargent construye la aspiración de una utopía republicana en la que un Estado ideal, aséptico ideológicamente pero poseedor de una verdad técnica, sea capaz de balancear lo público y lo privado mediante organismos de control, estímulo y supervisión, a la vez que crece, se desarrolla y se adapta. No obstante, ¿quiénes en el Perú —provoca preguntar— están interesados en esta empresa? ¿Cuánto han sacado en las últimas elecciones y cuántos congresistas han puesto en el Parlamento? Si existen —no parece que hayan pasado a segunda vuelta—, nada deseará más el lector que se pueda votar por ellos en cinco años.
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