Era yo agregada cultural de México en Venezuela cuando falleció Carlos Fuentes, y me invitaron entonces a escribir una nota para el suplemento Papel literario del diario El Nacional. Era sobre mi primer acercamiento a la obra de Fuentes. Caí en cuenta de que conocí su obra no en el papel, sino en el cine, a través del guion que realizó para la película Los caifanes, de Juan Ibáñez.
Ahora que me piden unas líneas a propósito del centenario de Juan Rulfo, vuelvo a sorprenderme al reconocer que antes de leer El llano en llamas o Pedro Páramo, llegué a la obra de Rulfo por el texto que escribió para el filme La fórmula secreta, de Rubén Gámez. Debo haber tenido once o doce años, y la ventura de contar con un profesor joven que revelaba a la alumna su afición por el cine experimental. No logro recordar si fue en la mesa de noche de mi abuelo, en su pequeña biblioteca o si fue en la librería El Sótano donde encontré el ejemplar de El llano en llamas, en la edición de la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica. El libro tenía una portada clara, con volutas en rojo y negro que semejaban llamas dibujadas con trazos no realistas. Me atrapó la escritura de Rulfo, la aridez de los paisajes, las palabras escuetas, los silencios. Reconocía en esa forma, de poco hablar, a mis tíos abuelos, a quienes de tanto en tanto visitaba en San Juan de los Lagos, Jalisco.
En la edición de la FIL Lima de este año, México será el país invitado de honor. Ante este escenario se hace imprescindible volver la mirada a Rulfo, a esa esencia de lo mexicano, sin asomo de glorificación nacionalista, que hace de la suya una obra universal.