Aquello que Walter Benjamín entrevió en su célebre ensayo titulado La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, a saber, que “la distinción entre autor y público está a punto de perder su carácter sistemático”, se ha hecho realidad de un modo absolutamente radical. Hoy en día cualquiera puede hacer y grabar su propia música, incluso sin tener conocimiento alguno de lo que es composición y sin saber tocar ningún instrumento convencional. Basta con aprender a utilizar con inteligencia las herramientas que ofrece actualmente la tecnología digital. Y esas herramientas, hoy en día, son bastante asequibles. Tanto que es común que jóvenes interesados en hacer música tengan un “estudio” de grabación digital dentro de su computadora con el cual pueden producir sus canciones.
Pero eso no es todo. Hace veinte años, aproximadamente, apareció en el mercado un nuevo programa de software llamado Garage Band que hace las veces de estudio portátil con la inestimable ventaja de que, por así decirlo, “lleva los músicos dentro”. Como reportó la revista Rolling Stone “el software se basa en un conjunto de mil loops preconfigurados de diversos instrumentos (guitarras, baterías, pianos) que se pueden arrastrar y modificar sobre una línea de tiempo para ir conformando los tracks, aumentar o disminuir su velocidad, cambiarles el tono y hasta elegir diversos estilos (rock, blues, etc.). Así, con pocos clics uno puede darle vida a esa melodía que siempre tuvo en la cabeza o realizar personales remixes de cualquier canción. El resultado, por suerte, depende del talento de cada uno”.
Obviamente, las posibilidades se abren de una manera virtualmente ilimitada en la medida en que se trabaje con equipos cada vez más sofisticados. Esto hace que la parte final del proceso, es decir, la mezcla, se haya vuelto fundamental y determinante. En efecto, luego de grabados todos los instrumentos y sonidos adicionales (efectos, por ejemplo) se debe mezclar todos los canales. Y es aquí donde se toman decisiones claves respecto a los planos que deben ocupar los instrumentos así como respecto a su ecualización y a su articulación dentro del sonido global. Si la mezcla es mala todo el trabajo previo se habrá ido por la borda, porque lo que uno oirá no serán los instrumentos por separado –por muy bien grabados que estén- sino la síntesis final que puede ser confusa, débil o sencillamente errónea. Una buena mezcla, en cambio, potencia el sonido de la grabación e incluso puede soslayar los fallos que puedan haberse producido durante el proceso previo.
Y este es precisamente el punto en cuestión. Que por muy sofisticadas que sean las tecnologías utilizadas para grabar un disco, las computadoras no pueden, por sí solas, suplir ni el talento, ni el buen gusto, ni la emoción, ni la (relativa) originalidad que debe estar en la base de todo buen disco. Y es que, como señaló Bill Gates, “la automatización aplicada a una operación eficiente magnificará la eficiencia pero la automatización aplicada a una operación ineficiente magnificará la ineficiencia”. De ahí que lo verdaderamente novedoso y revolucionario de estas nuevas tecnologías radique no tanto en la calidad de sonido que es posible obtener –y que, de hecho, es cuestionada por muchos defensores del sistema analógico que consideran que el sonido digital carece de profundidad, peso y calidez- sino en que con ellas se ha conseguido que, como dice Simon Frith, “la grabación más puntera y los aparatos procesadores de sonido hayan escapado al control de las grandes empresas de la industria de grabación”.
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