Juventud, rock y violencia son tres fenómenos que han sido asociados desde siempre. En efecto, si uno echa una mirada a los orígenes y a la historia del rock, descubre que ya sus conciertos aurorales a fines de la década de 1950 estuvieron cargados de una aureola de violencia. Basta rememorar la imagen de Jerry Lee Lewis aporreando su piano a patadas mientras su público —excitado al máximo— destrozaba el mobiliario del local donde se llevaba a cabo el concierto. O la reacción enloquecida de los adolescentes al ver en la pantalla grande el filme Rock around the clock con Bill Haley & His Comets.
Y es que el rock expresa en su origen la insatisfacción radical de los jóvenes. Ello ha quedado magistralmente reflejado, por ejemplo, en dos canciones temporalmente distantes pero que condensan a la perfección la urgencia adolescente por alcanzar el cielo con las manos y, al mismo tiempo, la amarga certeza de que ello es imposible: “(I can’t get no) satisfaction”, de los Rolling Stones, y “Anarchy in the U.K.” de los Sex Pistols. Frustración, rabia y desesperación son sentimientos consustanciales al rock en tanto manifestación visceral de un deseo siempre postergado e insatisfecho. No es casual, pues, que el rock —en su dimensión más genuina y seminal— haya sido siempre una contradictoria vía de liberación de impulsos libidinales y agresivos. En ese sentido, hay en el rock tanto de eros como de tánatos, entendiendo ambos conceptos en un sentido freudiano.
En lo que se refiere al lado tanático del rock, hay que decir que siempre ha estado presente, sea de manera instintiva en la misma pulsión percutiva de la música, sea de una manera consciente en la estética de artistas o grupos que han usado la violencia como un símbolo de decadencia del orden social, como morbo y espectáculo, o, finalmente, como una forma de respuesta frente a un “sistema” al que se percibe como hostil e impositivo. No en vano una de las canciones emblemáticas del así llamado “espíritu” del rock es “Born to be wild”, aquella exaltación de la vida salvaje y aventurera que el grupo Steppenwolf puso de moda a fines de la década de 1960.
En nuestro medio, este impulso iconoclasta también estuvo presente en los albores de la movida rockera local, principalmente en grupos como Los Saicos y su memorable “Demolición”, que no solo se ha convertido en un himno de la contracultura rockera peruana, sino, fundamentalmente, en la raíz más importante del llamado rock subterráneo. Como se sabe, el rock subte surgió en la primera mitad de los años ochenta bajo la forma de un grito visceral, primario e inarticulado, pero dotado de una potencia comunicativa y movilizadora notable. Y su efecto más inmediato fue la eclosión de una multitud de bandas que, provistas del arsenal básico del rock —guitarra, bajo y batería—, se lanzaron a exteriorizar a voz en cuello su rabia, indignación e impotencia.
Puede decirse que, en el rock subterráneo local, la violencia siempre fue un código comunicacional que, por una parte, resultaba francamente provocador y que, por otra, generaba una catarsis colectiva. Esta hallaba su más emblemática expresión en esa frenética y lúdica danza de empujones —pogo— a través de la cual el público liberaba la agresividad que proyectaba la música de los grupos cuando tocaban en vivo. De ese modo, el rock subterráneo ha canalizado los sentimientos de agresividad de muchos jóvenes evitando que estos se decanten hacia formas anómicas y socialmente destructivas.
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