Habiendo enterrado sucesivamente siete leales perros que sufrieron estoica e inmisericordemente, cada uno de ellos, la inútil ferocidad pirotécnica limeña de cada diciembre que tuvieron vida, ostento la autoridad moral para sugerir cordialmente que todo uso futuro de estos artefactos se restrinja a realizarse en algún lugar de la anatomía de quien los encienda, ahí donde el sol no tenga manera alguna de llegar. Justo ahí.
La tembladera y crisis nerviosa que consume a las mascotas en estas fiestas en que sus amos se dedican a la gula y a las compras acompañados de buenos sentimientos laterales no tiene nombre ni razón de ser defendible.
Recuerdo a Bobby. Noble y guapo chusco mezcla de pastor alemán con sabe Dios qué, aullando quedamente y temblando con taquicardia a pesar de tranquilizantes opacados por el aroma a panetón y pólvora. Es como si su sufrimiento siguiera sucediendo bajo tierra entre lo que quede de sus huesos y su collar favorito.
Eso en lo que se refiere a las mascotas, víctimas no consultadas de tan necia celebración. Pues los primeros afectados por la desconsideración ajena son aquellos de la propia especie internados en hospitales, enfermos o solos, para quienes el desproporcionado estruendo es un castigo sin culpa que se añade a su dolor.
Una noche de los últimos días de diciembre del 2001, desde la ventana de un piso alto de la clínica San Borja, trataba de entender a la distancia qué significaban el fuego, ruido y humareda que se veían suceder en el Centro. Mi padre estaba en cama con una incisión curva recién cosida que le recorría el espacio entre dos costillas esperando a que los analgésicos funcionaran y que lo que encontraron adentro suyo no retornara. Me preguntaba qué era todo ese ruido y le respondía no lo sé. En el Centro casi trescientas personas empezaban a morir quemadas. Eso era Mesa Redonda.
Hubo un momento en que reventar cohetes era un divertimento morboso y juvenil. Hacíamos guerra de cohetones premuniéndonos de un arsenal que ahora sería no solo políticamente incorrecto sino ilegal. Y que obligaba a una antesala experimental donde chanchitos de tierra eran inútilmente sacrificados en nombre de la curiosidad púber: en esas ociosas tardes de diciembre era menester constatar qué les sucedía a estos animales cuando un cohetecillo les detonaba sobre la espalda. El resultado, sin sangre de por medio, era insulso.
Aún se evoca con venenoso agrado el olor a rascapiés, perfume violento y transgresor. A más bulla más Navidad, más Año Nuevo, mayor deleite en quemar eufóricamente una etapa y pasar un año que indefectiblemente reclamaba otro lo antes posible porque sí y porque empezaba con un verano nuevo. Era la inconciencia propia de cuando aún no se sabe que el tiempo siempre quedará corto. Ya nadie está apurado.