Hablar de un libro sobre la felicidad podría parecer frívolo en tiempos como los que corren. Esta entrevista, por ejemplo, pauteada en octubre pasado, tuvo que posponerse al estallar la guerra entre Israel y Gaza. Desde su oficina en Miami, al otro lado de la pantalla, el propio periodista argentino admite que indicadores de bienestar o políticas públicas enfocadas en la felicidad quizá no sean temas oportunos, pero sí necesarios.
En “¡Cómo salir del pozo!”, su más reciente libro, Andrés Oppenheimer estudia las encuestas de bienestar global aplicadas en los últimos veinte años por Gallup entre 140 países, para clasificarlos según su prosperidad. El periodista argentino se pregunta por qué, en un mundo en que las condiciones de vida son muy superiores a como eran hace un siglo, la gente parece mucho más infeliz. Indagar en países como Chile, Colombia y el Perú, en que a pesar de su desarrollo económico reciente, el malestar social y la agitación en las calles y la crisis política se agudizaban. “Yo me preguntaba cómo, tras años de desarrollo económico, en el Perú se elegía a un outsider total, un maestro rural nominado por un partido de extrema izquierda, totalmente fuera del establishment político. Hay un descontento generalizado en el mundo y en nuestra región que se manifiesta en la elección de líderes de los extremos del espectro político y en el ocaso de los moderados y los centristas”, señala.
Oppenheimer se puso a investigar entonces qué hacen los países más felices del mundo según la encuesta Gallup y estudios realizados por las Naciones Unidas, y tomó nota de sus propuestas más innovadoras para aumentar la satisfacción de vida de su población. Recorre en bicicleta Dinamarca, dialoga con funcionarios finlandeses, visita clubes de filatelistas noruegos, entrevista a políticos suecos, acompaña a servidores sociales británicos, bromea con profesores indios, medita con monjes en Bután. Cuenta lo que ve, apunta lo que le entusiasma y desarrolla los modelos que, en conclusión, deberíamos copiar en América Latina.
— Cuando creíamos que la palabra ‘felicidad’ estaba relegada a los libros de autoayuda, en tu libro muestras cómo gobiernos europeos la usan como indicador de desarrollo humano. ¿Por qué nuestras tecnocracias la pasaron por alto?
Todo esto es muy nuevo. La felicidad era tema de poetas, filósofos y psicólogos. Pero en los últimos años, tomó impulso la llamada economía de la felicidad, con un Nobel como Daniel Kahneman estudiando cómo hacer más feliz a la gente. Los economistas se han dado cuenta de que el crecimiento económico es indispensable, pero insuficiente para aumentar la satisfacción de vida. Hay que hacer otras cosas.
— ¿Como cuáles?
Por ejemplo, en Gran Bretaña hacen encuestas anuales para medir, en una escala del 1 al 10, cuán satisfecha está la gente con su vida. Con el resultado de esta “minería de datos”, el gobierno puede hacer un mapeo de la felicidad, y detectar vecindarios con altos niveles de descontento. Allí se llegó a la conclusión de que el 20% de la gente que va a un hospital no está físicamente enferma. Es un problema de depresión a causa de la soledad. Como respuesta, se creó el puesto de “recetador social”, que en cada hospital tiene una base de datos con 10.000 grupos comunitarios. Te pregunta qué te gusta, dónde vives y, según tus hobbies, te conecta con grupos de intereses parecidos: danza, literatura, fútbol, ajedrez o filatelia. Además, hacen un trabajo de seguimiento, asegurándose si ese grupo te gustó o prefieres otro. Con esas “recetas sociales”, el Estado se ahorra millones de libras en gastos médicos, y la satisfacción de vida de la gente aumenta enormemente.
— Fuiste a Bután, un país que se aprecia de tener la felicidad como parte de su producto bruto interno. ¿Un país aislado del mundo es un modelo replicable?
Salí maravillado por su belleza y lo nuevo que me resultó todo. Es el único país del mundo que no cuenta con semáforos. Su Constitución establece que el 65% del territorio del país debe permanecer como bosque natural intangible. Es una monarquía budista mucho más democrática de lo que pensé. En lugar de medir el producto bruto interno como todos los demás países, aplican lo que ellos llaman “producto interno de la felicidad”. Sin embargo, no lo tomaría como ejemplo para copiar en nuestros países: muchos presidentes populistas aprovecharían para crear su propio “índice de la felicidad”, decretar que la gente en su país es feliz e implantar dictaduras eternas.
— En Bután, advierte la gran inversión hecha en educación, pero también la enorme migración de jóvenes hacia Australia, desencantados por falta de oportunidades. Es una paradoja repetida en nuestros países.
Bután es aún un país muy cerrado a las inversiones extranjeras. Lo que ocurre es que ellos tienen mucho temor a perder su estilo de vida budista, y eso choca con un sector social que quiere abrir la economía y modernizar el país para reducir la migración de los jóvenes. Y aún prevalecen los tradicionalistas.
— No se puede pensar en un proceso educativo desvinculado de un proceso de modernización productiva.
Claro, ahí se encontraron con un tapón. Pero lo están empezando a remediar. El rey es consciente de la necesidad de abrir el país a las inversiones, pero hay muchas presiones internas que quieren conservar el país como un reino budista. En ese viaje encontré cosas fantásticas que están haciendo en materia educativa, enseñándoles a los niños a ser más felices. En Bután y en India, fui a ver las “clases de felicidad” que dan en las escuelas públicas, un experimento maravilloso que deberíamos copiar en nuestros países. Ahí les enseñan a meditar y a ser tolerantes. Comparten historias reales de famosos que los niños admiran, dando cuenta de sus fracasos y cómo aprendieron de ellos para levantarse. En nuestros países, nadie aprendió eso en la escuela, lo aprendimos a los golpes.
— Un capítulo del libro está dedicado a la propuesta de trabajar cuatro días a la semana para ser más felices. ¿Ves eso factible?
Ya está pasando. Tras la pandemia, cada vez hay más gente que trabaja en su casa. Les guste o no a las empresas, eso de ir a la oficina cinco días por semana es cosa del pasado. Y me parece fabuloso: el trabajo remoto, aunque sea parcial, descongestiona el tráfico, reduce los gases tóxicos, alivia el estrés.
— Mientras otros países se enfocan en ser más felices, hablas de un “pesimismo” propio de América Latina. ¿Nuestra región es pesimista por naturaleza?
Tenemos un gen algo pesimista, algunos lo llamarían “realismo”. Pero está probado que el optimismo es un factor clave para aumentar la satisfacción de vida. No abogo por un optimismo ingenuo, si tú no tienes para comer, es ridículo que alguien venga a decirte: “Sonríe, sé feliz”. Pero quien tenga sus necesidades básicas más o menos cubiertas debe tratar de encarar la vida positivamente. Encontré muchísimos estudios que muestran que el optimismo te da más energía, creatividad y posibilidades de triunfo que el pesimismo. Tenemos que adoptar un optimismo realista, pues el pesimismo alimenta la complacencia y la pasividad. Nos lleva al fracaso y a una insatisfacción de vida cada vez mayor.
— Entre tus conclusiones, una de las claves de la felicidad es vivir en democracia. ¿Cómo ves el caso ecuatoriano, donde la democracia parece secuestrada por el crimen organizado?
Efectivamente. Estamos viendo una amenaza regional a la democracia como resultado de las pandillas de narcotráfico que difunden el terror en la población. En los últimos años, los narcos que antes pagaban en efectivo a sus distribuidores, empezaron a pagarles en mercancía. Los jóvenes que hoy venden drogas en las calles son más drogadictos y violentos que antes. Y eso no solo provoca terror en la población de Ecuador, el Perú o Chile, sino que genera entre la población demandas por un Bukele o un Pinochet. Tenemos que hacer algo para frenar esta ola de violencia de las pandillas, porque están poniendo en jaque a nuestras democracias.
— ¿Nuestras democracias tienen la capacidad de defenderse a sí mismas?
Como decía Churchill, la democracia es como el sexo: cuando es bueno, es muy bueno; cuando es malo, no es tan malo. La alternativa sería mucho peor. Las experiencias de usar métodos no democráticos terminan mal. Hay que responder a estos desafíos dentro de la democracia, con leyes mucho más severas que las que tenemos. Ciertamente, nuestras democracias no están funcionando como debieran, pero la solución no pasa por gobiernos no democráticos. Soy muy escéptico de que el experimento de Bukele termine bien, tarde o temprano esas cosas se revierten en contra de los “salvadores” de la patria.
— Hablando de salvadores: ¿Javier Milei es tan loco como lo describen sus adversarios políticos?
Yo creo que los argentinos somos políticamente hiperactivos. Somos el país del Che Guevara y de Milei. Pareciera que tomamos demasiado café. Producimos líderes políticos que se caracterizan por ir a los extremos. Sin embargo, creo que a Milei hay que darle una chance. Lo eligió el 56% de los argentinos, 12 puntos por encima del candidato kirchnerista. El hecho de que la Confederación General de Trabajo le haga una huelga, a 44 días de haber asumido el mando, es francamente escandaloso. Al gobierno oficialista nunca le hicieron huelga en los últimos cuatro años, siendo el gobierno de Fernández el que produjo el peor desastre económico en la historia reciente de Argentina. Por cierto, hay muchas cosas de Milei que no me gustan…
— ¿Por ejemplo?
Su apoyo a populistas autoritarios como Donald Trump en Estados Unidos. Tampoco su estilo confrontacional con la prensa. Pero muchas de sus ideas económicas son mucho mejores que las de los kirchneristas. Creo que hay que darle una chance y no ponerle piedras en el camino. Está haciendo precisamente lo que prometió en su campaña, no es una sorpresa para nadie.
— Sectores en Argentina comparan a Milei con Alberto Fujimori. ¿Encuentras el parecido?
Milei es mucho más pintoresco. Fujimori no tenía cuatro perros clonados en Estados Unidos, con nombres de economistas liberales. A diferencia de Fujimori, en su campaña Milei dijo una y otra vez que se venían tiempos duros y que iba a hacer recortes drásticos. Fujimori, si mal no recuerdo, dijo que no iba a hacer muchas de las cosas que finalmente hizo. Lo que ambos tienen en común es que son outsiders, gente fuera del establishment político, y llegaron al poder precisamente por eso. Y otra diferencia fundamental: Milei no se saltó la Constitución. Mientras eso no suceda, hay que dejarlo gobernar.