Un día de noviembre de 1953, en Nueva York, Rubem Fonseca bajó de su habitación del hotel Chelsea y se dirigió al bar. Se acodó en la barra y acabó charlando con su vecino, un tipo “rollizo y vulnerable como un globo sin forma”, que bebía, alternadamente, whisky y cerveza. Fonseca no le dio importancia, pero a la mañana siguiente se enteró de que esa misma madrugada su ocasional compañero de copas había sido trasladado en ambulancia al hospital. Se hallaba en estado comatoso y ya no recuperaría la conciencia. Era Dylan Thomas, el poeta galés.
Por entonces, Rubem Fonseca no tenía mayor relación con la literatura. Había estudiado Derecho y, a raíz de su especialización como penalista, ingresó en la Academia de Policía, donde se graduaría con altos honores. A los 27 años, fue nombrado comisario de un suburbio de Río de Janeiro y pudo conocer de primera mano la actividad criminal de los bajos fondos. Sin embargo, Fonseca sentía que no terminaba de encajar en la profesión. En 1958 resolvió abandonar la Policía y entró a trabajar en Light, la mayor empresa privada del Brasil.
En poco tiempo, Fonseca alcanzó una posición privilegiada como ejecutivo de la compañía. No obstante, lo acuciaba una profunda insatisfacción que, para su sorpresa, solo conseguía aplacar escribiendo. Era una necesidad irrefrenable que lo barría todo y pronto comprendió que estaba ante su verdadera vocación. Una vez más, decidió quemar sus naves, y se entregó a su tardía pasión. Así, a los 38 años, publicó su primer libro, Los prisioneros (1963). A este volumen le siguieron dos más, "El collar del perro" (1965) y "Lucía McCartney" (1967), que impactaron por su frescura y desenfado, por su visión corrosiva de la sociedad brasileña. Fonseca se empeñó en socavar las bases anquilosadas de la tradición narrativa de su país, a la que le insufló una fuerza inusitada con sus historias vibrantes y mordaces. Era un narrador duro y áspero, que no temía poner el dedo en la llaga.
De ahí que su atrevimiento e irreverencia preocuparan a las autoridades, que optaron por censurar su cuarta colección de cuentos, "Feliz año nuevo" (1975), a la que tildaron de obscena. Sin duda, la dictadura había subestimado a su opositor. Fonseca recobró sus arrestos de litigante y enjuició al Estado, proceso que ganó luego de batallar durante 12 largos años.
Maestro de la concisión, su genio se impone en el género breve. En cuanto a la novela, debutó con "El caso Morel" en 1973, una obra ambiciosa que trastorna las convenciones del policial y que discurre en varios niveles, incluido el metaliterario. La propuesta de Fonseca parte de un hecho criminal, pero no se limita a la resolución del enigma. Mediante una estrategia que derriba las categorías de ficción y realidad, busca que la propia escritura se convierta en un método de investigación. La crítica ha tendido a encasillarlo como un cultor del género negro, sin percatarse de su intención paródica, según ha observado Mario Vargas Llosa a propósito de "El gran arte" (1983), otra de sus novelas sobresalientes. El autor nos advierte en "Bufo & Spallanzani" (1985): “El escritor debe ser esencialmente un subversivo, y su lenguaje no puede ser ni el místico del político y del educador, ni el represivo del gobernante. […] El escritor tiene que ser escéptico. Tiene que estar contra la moral y las buenas costumbres”. En 1990 publicó la que acaso sea su más lograda novela, Agosto, en la que enfrenta los principios del héroe con la más aplastante corrupción durante la era de Getulio Vargas.
Con 90 años recién cumplidos, Rubem Fonseca no solo es el escritor más importante de Brasil sino un caso excepcional de vitalidad creativa. Fanático del cine y el fútbol, detesta hablar de sí mismo y huye de los periodistas como alma que lleva el diablo.
Nunca olvidó aquella noche en Manhattan, cuando se encontró por azar con el célebre poeta. “Dylan bebía encogido —anotó—, parecía temer que le pisaran los pies, que se rieran de él, sintiéndose viejo e hinchado: esas pequeñas cosas horribles que nos suceden a todos borrachos, cansados y tristes. ¿Dónde estaría la furia? ¿Dónde la ira contra la luz que se oscurecía en ese bar del hotel de la calle 23? A su lado sentí el aliento del animal finamente domesticado: parecía dispuesto a entrar en la noche plena y misericordiosa de la que habla en su poesía”.