El orden secreto de una obra monumental y absolutamente coherente como la que nos ha legado Philip Roth (Newark, 1933-Nueva York, 2018) se puede rastrear siempre desde su punto germinal. En la primera página del primer relato de su primer libro de ficción, Goodbye, Columbus, el joven Roth despliega una escena que prefigura el derrotero total de una obra intensa, compleja y expansiva que dominó la segunda mitad del siglo XX para proyectarse sobre el XXI.
En ella hay dos jóvenes judíos, Neil Klugman y Brenda Patimkin, que pertenecen a dos clases sociales diferentes y que están por iniciar un romance de verano: ella le pide a él que sujete sus gafas porque quiere meterse a la piscina. Él obedece. Brenda estudia en la Universidad de Radcliff, en Boston, un espacio académico de élite, y Neil trabaja en una biblioteca pública de Newark. Al salir del agua ella recoge sus gafas y se da la media vuelta ante la mirada de él. El mundo se precipita: “Se agarró el fondillo del bañador con el pulgar y el índice y colocó en el lugar que le correspondía la carne que quedaba expuesta”, le hace decir Roth a Neil, el narrador. “Me dio un brinco en la sangre”.
El big bang de un mundo que se expande jalonado por las fuerzas del deseo y los mecanismos de la presión e inhibición acaba de gatillarse. En la visión que tiene Neil de Brenda se concentran una serie de valores diferentes que enardecerán la conciencia del joven Klugman, y más delante de sus avatares Tarnopol, Portnoy, Kepesh o Zuckerman, algunos de los grandes personajes creados por Roth. En el cuerpo de Brenda encarna la piel reciente y pura y el mero deseo, pero también, lo iremos descubriendo luego, la promesa de un mundo nuevo y diferente, la posibilidad de un desplazamiento y una transformación, la latencia de un destino más allá del cerrado grupo de referencia, los anhelos de la conquista y la ocupación de un territorio vasto e inexplorado. Es el centro del universo rotheano.
En las siguientes páginas, a través de episodios narrados con agudeza y transparencia, Roth desplegará muchos de los que serán los temas gravitantes de su carrera: la identidad judía, el ímpetu de la transgresión, las cuitas de una adscripción conflictiva a un grupo de pertenencia, el destino como conflicto indivisible entre ley y deseo, entre una intensidad y una turbulencia que se conflictúa con un alto sentido de la obligación y el deber. La escena final de esa primera narración también es premonitoria. Klugman termina mirando su reflejo en los vidrios de la librería de la Universidad de Harvard una noche solitaria, y su mirada atraviesa su reflejo para ver un muro quebrado de libros, colocados de modo imperfecto en sus estanterías. De pronto toma una decisión, realiza un acto en el que se concentran su lugar de llegada, su pertenencia y su oficio: “No me quedé mirando mucho más tiempo”, dice. “Cogí un tren que me dejó en Newark cuando el sol empezaba a alumbrar el primer día del Año Nuevo Judío. Tenía tiempo de sobra para llegar al trabajo”.
Ese trabajo recién terminó en el 2010, cuando Roth decidió que Némesis era su última novela porque entendió que agregar más páginas a su proyecto creativo solo lo debilitaría, y porque acaso intuyó que el sentido de su obra estaba cerrado. No fue una decisión sencilla. Dejar de escribir equivalía a inventarse una nueva vida.
En una entrevista al London Sunday Times de 1984, el escritor había revelado su sorprendente método de trabajo. “Un libro me lleva por lo menos dos años, si tengo suerte”, dijo. “Ocho horas al día, siete días a la semana, 365 días al año; esa es la única manera en que sé hacerlo. Tienes que sentarte a solas en una habitación sin más que un árbol al otro lado de la ventana con el que hablar. Tienes que sentarte ahí haciendo un borrador tras otro de basura, esperando como un niño abandonado tan solo una gota de leche materna”. Después de más de 32 novelas escritas bajo la presión de ese método, el esfuerzo descomunal solo parece tener paralelo en la obra de dos autores vivos que, a diferencia de él, sí fueron galardonados con el Nobel: V.S. Naipaul y Mario Vargas Llosa.
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Como el peruano, Roth era un artista del impulso, una fuerza de la naturaleza, y una fuerza de la voluntad sobre la naturaleza; como el trinitario, poseía una consciencia precisa de su lugar en el mundo y de su adscripción a una tradición literaria que se podría entender como la de “los suyos”: en el caso de Roth se trataba de escritores, muchos de ellos judíos, entre los que se contaban sus predecesores norteamericanos Bernard Malamud y Saul Below, así como la contracara de aquellos de la Europa del Este, a quienes les dedicó entrevistas y ensayos.
Lo que lo desmarca de sus pares galardonados en Estocolmo es que a diferencia de ellos dedicó su talento casi exclusivamente al arte de la ficción. En ese coto cerrado, el volumen y la calidad de su producción no tiene parangón y mucho menos si se considera la concentración que implicaba trabajar siempre en diálogo directo con el centro del canon. Su imaginación se entregó plenamente a aquella “tentación por la amplificación” (Nathan Zuckerman dixit) que signó el esfuerzo de Tolstoi. Y bajo esa estela se movió como un animal sediento, a veces moribundo, entre la consciencia espectral y el humor despiadado de Kafka y el arrebato temperamental de Dostoievsky.
Su énfasis es el de los grandes escritores del sentido: la observación profunda a los mecanismos de la consciencia en el mundo que practicaron Joyce, James, Proust, Faulkner o Hemingway. “Creo que todo el esfuerzo intelectual de la primera mitad del siglo XX, todo el esfuerzo intelectual y artístico, fue ver detrás de las cosas, y eso ya no interesa”, le dijo con pesadumbre a David Remnick en 2010. “Explorar la conciencia fue la gran misión de la primera mitad del siglo, hablemos de Freud o de Joyce, hablemos de los surrealistas o de Kafka o Marx, o Frazer o Proust, o de quien sea. Todo el esfuerzo consistía en ampliar nuestra idea de lo que es la conciencia y qué se oculta detrás de ella. Ya no interesa. Creo que lo que estamos presenciando es un estrechamiento de la conciencia”. Se equivocaba. Bajo la sombra de su obra, escritores como Jonathan Franzen, Ian Mc Ewan, Richard Ford o Hanif Kureishi se han abocado al mismo objeto de conocimiento. También lo han hecho Zadie Smith, Chimamanda Ngozi Adichie o Emma Cline.
El conocimiento, en todos esos autores, proviene del uso de la máscara, de la simulación, de la experiencia vicaria de la ficción y sus mentiras y alteraciones. “Simplemente no puedo confiar en ti como escritor de memorias igual que confío en ti como novelista, porque, tal como lo he dicho, contar lo que mejor cuentas no te está permitido aquí: te lo prohíbe tu conciencia decorosa, cívica, filial”, le escribe Nathan Zuckerman, el personaje, al propio creador sobre el final de Los hechos, uno de los dos intentos de Roth por respirar fuera del campo de la ficción. Se trata de un “fallido” libro de memorias que acaba con una carta del personaje. Es él quien tiene la última palabra en ese libro, y en su mensaje a su creador es lapidario: “Soy tu permiso, tu indiscreción, la llave de las revelaciones”.
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Los grandes ciclos de la narrativa de Roth, por ello, están asociados a la presencia central de un personaje como clave de acceso al conocimiento del mundo. Así, la primera etapa de sus ficciones que arrancan con el Klugman de Goodbye, Columbus y en la que se alternan diferentes protagonistas, se termina por la irrupción poderosa del desfachatado y libérrimo Portnoy en El lamento de Portnoy; la aparición de Zuckerman como centro mismo de las ficciones define la preocupación de Roth por la formación de un escritor (a ella pertenecen las novelas de la saga Zuckerman encadenado) y su transformación en punto de vista dentro de la ficción se asocia a la etapa heroica de sus grandes novelas-catedral, entre las que se cuentan Pastoral americana, La mancha humana y Me casé con un comunista. En ellas, a través de la mirada de su alter ego, Roth indaga el centro de sentido de los otros y se acerca a los temas grandes de la patria, el destino colectivo, el poder y el deseo, el vacío y la plenitud. Si Zuckerman regresa como centro del relato “Sale el espectro” es solo para acentuar el crepúsculo de la última etapa. El conflicto ya no es entre ley y deseo, sino entre una especie de mantenimiento y algo que el ya anciano personaje señala como “el fantasma del deseo”. El cuerpo se mantiene en el centro de la mirada, pero, como en El animal moribundo, está ya cercenado, caído, acechado por la edad, la agonía y la muerte. “¿Qué es lo bueno de la vejez? Que de pronto encuentras un nuevo tema”, dice el escritor en una entrevista televisiva. “De otra manera, no tiene nada de bueno”. Los últimos personajes de sus ficciones delinean los restos del sentido y organizan los últimos rescoldos de lo orgánico e informe. “Me parece que en gran medida gracias al arte tengo una posibilidad de ir por lo menos al meollo de mi propia vida”, declaró Roth en una entrevista a Le Nouvel Observateur en 1981. “¿Soy Lonoff? ¿Soy Zuckerman? ¿Soy Portnoy? Supongo que podría ser. Puedo serlo todavía. Pero de momento no soy nada tan nítidamente delineado como un personaje de un libro. Sigo siendo el amorfo Roth”.
Ese espectro detrás de la perfección formal de sus personajes ha muerto esta semana en Nueva York. Blake Bailey, el hombre al que Roth le facilitó acceso a todos sus papeles con vistas a escribir una “biografía oficial” que aparecería en 2020, ha dicho que estuvo rodeado de sus amigos luego de tres semanas batallando por salir de un problema cardíaco que lo aquejaba desde hacía muchos años. “Decidió no seguir luchando más”, declaró. Es difícil creerlo.
Para quienes hemos leído a Roth es casi imposible no imaginarlo en un combate involuntario contra la muerte tal como lo hizo su padre, Herman Roth, en las páginas finales de su notable memoria Patrimonio. Una historia verdadera. Escribió allí Philip Roth: “Morir cuesta trabajo, y él era un buen trabajador. Morir era horrible, y mi padre se estaba muriendo”. Es seguro que de esa misma manera se fue del mundo el maestro de Newark. En ese sentido resulta revelador lo que le confesó a Remnick el 2012 luego de dejar la escritura y dedicarse a leer, de corrido, sus novelas. “Quería ver si había perdido mi tiempo escribiendo”, le dice. “Y lo que pensé es que fue más o menos un éxito”. Luego le recuerda que al final de su vida, el boxeador Joe Louis dijo: “Hice lo mejor que podía con lo que tenía”. “Es exactamente lo que yo diría yo de mi trabajo: ‘Hice lo mejor que pude con lo que tuve’”. Tenía toda la razón.