Tras el descubrimiento del genoma humano, la ciencia sentenció que, cuando hablamos de las diferencias entre la gente, las razas no existen. Sin embargo, parece que no todas las personas se dieron por notificadas de ello, y recurren a esta y otras trasnochadas ideas para afirmar —algunas escudadas en un supuesto sentido del humor— la superioridad de un grupo poblacional o la inferioridad del otro basándose en determinadas características físicas. “La raza es un concepto más agropecuario. En la especie humana, no tiene sentido hablar de razas, pues se ha demostrado que las diferencias entre diversas poblaciones alcanzan apenas el 0,01 %”, refiere el reconocido genetista Ricardo Fujita, investigador de la USMP.
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Para desarrollar la idea, podemos citar al genetista estadounidense Alan Templeton, quien señala que, en los chimpancés —los animales más próximos a los humanos—, la diferencia genética entre poblaciones es siete veces mayor que la que existe entre miembros de nuestra especie. En otras, la distancia genética puede ser mucho más alta. Explica el doctor Fujita: “Los seres humanos han buscado determinadas características en los animales pensando en su valor utilitario. Sin embargo, los animales de raza son más débiles en cierta forma. Buscando elevar la productividad de leche o de carne, por ejemplo, los humanos controlan que se reproduzcan en ciertas condiciones y con individuos de la misma especie, pero esto suele hacerlos más propensos a otras enfermedades. Ahí tienes de muestra a los llamados ‘perros de raza’, grupos cuya mayoría de animalitos son delicados”.
Historia del racismo
El historiador Max S. Hering Torres explica en un artículo publicado en la Revista de Estudios Sociales que, si bien se habían construido ideas de “pureza de sangre” y “nobleza” entre los siglos XIV y XVI, es en el siglo XVII cuando se construye por primera vez el término raza con el significado contemporáneo: desde este momento, operará como un criterio pseudocientífico para clasificar a los seres humanos en diferentes grupos a través de características fenotípicas. El médico francés François Bernier ( 1620 – 1688 ) acuña por primera vez el término con este significado en su artículo “Nueva división de la Tierra por las diferentes especies o razas de humanos que la habitan”, publicado en 1685.
Hering destaca también en su texto que, en 1735, el médico sueco Carlos Linneo ( 1707 – 1778 ) clasificó a la humanidad en cuatro “razas”: Europaeus albenses, Americanus rubescens, Asiaticus fuscus y Africanus Níger. En 1758, le añadió a cada una de ellas un carácter: El “europeo blanco” era de carácter sanguíneo, corpulento y estaba gobernado por las leyes; el “americano rojo” era colérico, erecto y estaba gobernado por las costumbres; el “asiático amarillo” era melancólico, rígido y estaba gobernado por las opiniones; y el “africano negro” era flemático, laxo y gobernado por la arbitrariedad.
El vínculo entre la fisonomía y la moral tenía ya una profunda tradición en Occidente, y nacía, por supuesto, de parámetros colonialistas: el europeo que llegaba a determinado territorio y dictaminaba la esencia de una cultura según sus parámetros.
Juan Manuel Sánchez Arteaga, doctor en Biología de la Universidad Autónoma de Madrid, escribió en un artículo para la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría un potente artículo titulado “La racionalidad delirante: el racismo científico en la segunda mitad del siglo XIX”. En él, señala que, durante la segunda mitad del siglo XIX y en los países más civilizados de Occidente, el más descarnado racismo sobre los pueblos de origen no europeo —lejos de considerarse una ideología perniciosa— llegó a constituir, para la inmensa mayoría de la población educada (incluso para muchos de aquellos que se mostraban enérgicamente en contra de instituciones como la esclavitud), el resultado lógico de una verdad demostrada por las ciencias naturales más avanzadas del periodo”.
En palabras de Sánchez Arteaga, la enorme violencia conceptual de la biología evolutiva humana, ejercida sobre las comunidades más débiles del planeta desde el punto de vista económico y militar, tomó en la práctica la forma de una verdad irrefutable para muchos de los espíritus más cultivados de la ciencia norteamericana y europea. Consciente o inconscientemente puesta al servicio de un orden social demencial —el esclavismo o el imperialismo burgués decimonónico—, la violencia simbólica implícita en el discurso técnico de la biología humana ortodoxa del periodo finisecular sirvió para legitimar una violencia directa y material impuesta por la fuerza sobre quienes fueron descritos biológicamente —en términos generales— como seres semihumanos o cuasihumanos o, en último término, no tan humanos como el hombre blanco.
Mirando a nuestros antepasados
“Todos los seres humanos hemos recorrido la misma ruta: nuestros ancestros provienen del África y, en el camino propio de la migración, se han ido adquiriendo nuevas características que respondían al ambiente en el cual se estaban desarrollando”, explica Elsa Tomasto, docente universitaria, arqueóloga, y magíster en Bioarqueología y Antropología Forense.
Y añade: “Las diferencias se gestaron cuando un grupo se asentó en, por ejemplo, Asia, y fueron reproduciéndose y heredando determinadas características. Pero la migración ha continuado a lo largo de la historia, lo que ocasionó que un grupo geográficamente distante de otro se vuelva a encontrar. Así todo dio vueltas”.
En los estudios realizados por Elsa Tomasto, encontramos, así, fuertes similitudes genéticas entre poblaciones locales (Perú) y mapuches (Chile). Las diferencias fueron, principalmente, de formas de vida y localización geográfica. Entonces, nace la pregunta: así como la población local se sorprendió ante las evidentes diferencias con los españoles a la llegada de estos, ¿existe forma de saber cómo eran recibidas las diferencias físicas o culturales entre poblaciones americanas contemporáneas? Tomasto ofrece una respuesta: “Cuando se encuentra —digamos— una vasija nazca en Tumbes, queda la duda de si esta viajó con una persona de Nazca, o si viajó como parte de una ofrenda, botín o negocio con los residentes de la costa norte. Pero, cuando encontramos restos óseos que se identifican como parte de la cultura X en la zona de desarrollo de la cultura Y, las preguntas son otras. Si encontramos los restos con evidencia de un golpe en la cabeza, ¿esto se debió a una batalla política?, ¿tal vez religiosa?, ¿diferencias irreconciliables?”.
El estudio genético de nuestros antepasados nos ha dado luces sobre los errores de la idea de raza y racismo que han dominado y dañado la historia de la humanidad. Aunque ha sido la tecnología la que nos ha permitido hacer estos descubrimientos, el genetista Luca Cavalli afirmó —antes del descubrimiento del genoma— que las razas no existían y que, según sus estudios, la cultura era el factor que establecía las diferencias entre las poblaciones humanas, no la biología, pues la genética solo se transmite entre padres e hijos, mientras la cultura se puede trasvasar horizontalmente entre diversos individuos, por lo que permite explicar mucho más las innovaciones y las diferencias. Las condiciones genéticas son imposibles de cambiar, y los antecedentes del éxito son socioeconómicos y culturales. No pueden ser genéticos porque los procesos genéticos son mucho más lentos.
El científico italiano Luigi Luca Cavalli-Sforza es recordado, entre otras razones, porque colocó la genética al servicio de la causa antirracista. Interesante, polémico y polifacético fue el camino de quien empezó su vida profesional al graduarse como médico en Italia y que luego estudió Estadística en Inglaterra. Ambas carreras le sirvieron de base para dedicarse a la genética, que combinó acertadamente con la antropología, la etnografía y la lingüística. Esta interdisciplinariedad hizo de Cavalli un pionero de la genética de poblaciones, rama que consiste en estudiar y describir la variabilidad de la composición genética de diferentes grupos humanos con una perspectiva evolutiva. Y, desde este espacio, libró su lucha.
Formó parte del grupo de estudio sobre el genoma humano desde los años 90, y llegó a afirmar —incluso antes de las certezas que le brindaron los estudios alrededor del genoma— que lo importante es que el mapa de la diversidad genética coincide con el de la diversidad lingüística, pues nos apareamos más con aquellos con los que mejor podemos comunicarnos. Luigi Luca Cavalli-Sforza hizo de la genética una herramienta científica para buscar las semejanzas entre los seres humanos para acabar con nuestras absurdas diferencias.
La “raza” peruana
El mapa genético de los peruanos ha sido también producto de recientes estudios. El doctor Fujita señala que se realizaron estudios sobre los grupos sanguíneos en el Perú en la década del 70, pero los estudios genéticos se iniciaron solo en la última década de este siglo. El trabajo de Fujita es reconstruir la historia de los pueblos a nivel genético, trabajando de la mano con otras disciplinas, como la antropología o la lingüística. Sin embargo, una de las posibilidades abiertas por la genética de poblaciones tiene que ver con el estudio de enfermedades raras y cancerígenas.
Un camino similar recorre el doctor Heinner Guio, investigador de la UTEC. Él trabajó en la elaboración del mapa genético de los peruanos —ese que determinó que el 60 % de nuestros genes son de origen indígena— y hoy trabaja en un proyecto internacional llamado “El proyecto de los mil genomas”. El doctor Guio señala que los estudios genéticos nos ayudarán a entender variaciones de enfermedades en nuestro país, pero advierte que no es la única variable por tomar en cuenta. “Cuando se estudian enfermedades, es importante también tener en cuenta las condiciones de salubridad, el lugar de residencia —la altura, por ejemplo, afecta de distinta forma a las personas— o la alimentación”, explica.
Aunque se tiene un panorama más claro de cómo somos los peruanos, aún nos falta saber mucho de nosotros mismos. “La población más estudiada del mundo es la caucásica. Existen miles de secuencias de genomas de personas caucásicas estudiadas. Aquí, en el Perú, solo tenemos 150. Por eso, nace el proyecto de los mil genomas, en los cuales no se incluirá solo a personas sanas, sino también a personas con cáncer, a niños con leucemia, a personas con hipoxia, a residentes de todo el Perú. Y también vamos a ir a analizar el ADN de la población de Caral. Así, tendremos muestras de población contemporánea y población antigua para conocer bien nuestras raíces”.
Las investigaciones genéticas estaban —hasta hace unos años— reservadas para los países más desarrollados, ya que eran los únicos que podían costearlas. Que las poblaciones más estudiadas fueran las caucásicas masculinas, por supuesto, no las hace superiores. Solo es una muestra de que la investigación científica no ha sido ajena al colonialismo y al sistema patriarcal.
La doctora Ana Protzel, presidenta de la Sociedad de Genética Medica del Perú, lamenta que los estudios genéticos en nuestro país sean tan jóvenes. ¿La razón? Además de la poca inversión en investigación, los protocolos que el Estado tiene para favorecer la investigación en esta rama. “Son disposiciones del Ministerio de Salud (Minsa) que van quedando obsoletas con el paso del tiempo y que no se renuevan”, explica. Lo que sí se renueva, aunque no en masa, son los genetistas que se vienen formando en las universidades. “Ahora somos 23 genetistas en la Sociedad que presido. Genética se enseña solo en las universidades Cayetano Heredia y San Marcos, creo que merece y necesita un mayor impulso”, dice.
La doctora Protzel suscribe, por supuesto, el acuerdo científico que reza que las razas no existen. Y lamenta que las diferencias entre grupos humanos sean usadas para restarle valía a algunos de ellos por sus características físicas en lugar de concentrarse en lo importante: promover la investigación en pro de la salud de las poblaciones.
Tanto Ana Protzel como Heinner Guio esperan que el estudio de la genética tenga un mayor reconocimiento en nuestro país en el mediano plazo. Mientras el doctor Guio sueña con un Centro Nacional de Genética, la doctora Protzel hace lo propio con una mejora en la inversión en esta área como en la actualización de los procedimientos del Minsa para facilitar el trabajo de los y las genetistas. La pandemia de COVID-19 ha demostrado la importancia de los estudios científicos en nuestro país y en el mundo. Pasada la pandemia, ¿invertiremos más en ciencia e investigación? ¿Habremos aprendido la lección?
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