La leyenda dice que en 1993 Quentin Tarantino (Tennessee, 1963) era el nombre de moda en Hollywood. Un año antes, había logrado lo que todo realizador sueña para su ópera prima: ovaciones cerradas en Sundance y Cannes, y el goce de ver a los grandes estudios preguntándose de qué agujero salió este niñato genio. Pero la fama que le deparó "Reservoir Dogs" también vino en forma de insólitos ofrecimientos. Los guiones de" Men in Black" y "Speed" llegaron a sus manos, con sendos cheques millonarios a cambio de filmarlos. Él dijo que no y se acuarteló en Europa para escribir "Pulp Fiction", probablemente la cinta más influyente de las últimas décadas.
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Llamémosle arrogancia o convicción, pero Tarantino se ha pasado la vida así: haciendo lo que le da la gana. No transige, no negocia; tampoco ha tenido que hacerlo. Bajo las alas protectoras de los hermanos Weinstein —monarcas del cine independiente desde las épocas celestiales de la Miramax—, ha podido dar rienda suelta a sus proyectos cada vez más desopilantes. Por supuesto, juega a su favor que sea un artista rentable (de sus obras, solo Death Proof registró pérdidas en taquilla), pero más le favorece ese culto que se monta alrededor de su figura. Es obvio que para no pocos aficionados de las dos o tres últimas generaciones, Tarantino no es un director de cine cualquiera. Es el DIRECTOR. Así, en altas y a secas.
Si fuera verdad, como mencionó años atrás Lisandro Alonso, el notable realizador argentino de "Jauja", que Spielberg y George Lucas “mataron” el séptimo arte al interiorizar en el espectador un modelo de cine industrial y henchido de efectos, la irrupción de Tarantino simbolizó, allá por los noventa, una vuelta a la arrebatadora contundencia de un auteur con ideas que lucían acaso más frescas e incendiarias de lo que, en realidad, eran. Pero eso no importó porque la crítica compró el paquete entero, una ola indie cubrió el mercado, los estudiantes de cine tuvieron al fin un referente generacional y los (malos) imitadores —del tipo Robert Rodriguez y Guy Ritchie— se multiplicaron por el mundo. El artista devino en tendencia.
De verborragia incontinente, este heredero de una cinefilia forjada a punta de VHS y tracking le ofreció una inyección de adrenalina a una cinematografía estadounidense algo opaca y desvalida, si no se contaban los trabajos a cuentagotas de maestros como Scorsese y Altman, o de ultraindependientes como John Sayles y Abel Ferrara. Es cierto que su fiebre mediática amainó con el caer de los años, pero es clarísimo que Tarantino no solo ha mantenido intacta su vitalidad artística, sino que ha logrado dar forma a una obra rabiosa y vibrante de la mano de la depuración de su caligrafía visual. Hoy mismo resulta imposible explicar la fascinación que despierta cada nueva película suya sin aludir a su debilidad por el pastiche, el montaje coreográfico y la violencia estilizada.
Sin embargo, a diferencia de otros cineastas como Haneke o Bigelow, que también cuentan con una propuesta discursiva alrededor del sadismo y la venganza, en el caso del realizador de "Django Unchained" las imágenes no acaban en una formulación de tesis, en un aviso compungido a la sociedad. Tarantino es un mago de la escenificación, un enamorado de las formas y de las texturas, y su estructura dramática está siempre al servicio de su extraordinaria pirotecnia. Ese es el recurso que define el mayor de sus talentos: el luminoso papel de regalo con que envuelve sus historias de revancha.
No tolera la pompa, el contenido grueso que aspira a la trascendencia. “No sé si esas películas independientes que ahora son nominadas a los Óscar, como "The Kids Are All Right" o la mitad de cintas con Cate Blanchett, resistan el paso del tiempo como lo hicieron algunos filmes de los setenta y noventa. Son solo cosas arty”, disparó en una entrevista a Vulture este año.
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El bueno de Quentin tiende a la democratización de sus consumos. Conviven en el centro de su imaginario, sin rastro de culpa y en una valoración igualitaria, los ensayos fílmicos de Godard, el slasher de los ochenta, todo Howard Hawks, la serie B filipina y las cintas de artes marciales hongkonesas. Y con oficio de alquimista, es capaz de procesar, una y otra vez, esas referencias para transformarlas en la retórica de un cine pulsional y corrosivo, como el que intenta cultivar con una gracia única. Con sus creaciones, él solo parece reformular subgéneros sepultados por el menosprecio, como el blaxploitation (la referencia inmediata de Jackie Brown), el wuxia chino (Kill Bill) y el bélico (Bastardos sin gloria).
Antes que buscar una utópica originalidad, Tarantino apuesta por la reinvención, por el guiño cinéfilo y la reinterpretación explícita. Y este año repite el plato de spaghetti western, emprendido por Django Unchained, gracias al inminente estreno de "The Hateful Eight", cinta por la que ha sido nominado a mejor guionista en los Globos de Oro y en la que ya se vislumbran referencias diversas, desde "Los siete samuráis", de Kurosawa, y ecos de Corbucci y Sturges, hasta, según sus propias declaraciones, las recordadas series "Bonanza" y "El gran chaparral".
A pesar de que a inicios del año pasado el libreto de la película se filtró a los medios, el director se encargó de insertar varios ajustes a la historia que, dicho sea de paso, cobra vida gracias a un elenco estelar, encabezado por Kurt Russell, Samuel L. Jackson, Tim Roth y Jennifer Jason Leigh; esta última a la espera del reflotar de su carrera, una de las sabidas repercusiones de trabajar bajo las órdenes del cineasta.
Lo que llama la atención es que este octavo trabajo pueda ser el antepenúltimo de la carrera de Tarantino. “Quiero parar y una filmografía de diez títulos me parece bien. No quiero convertirme en un director viejo. Normalmente, las peores obras de un director son las cuatro últimas. Y yo estoy muy preocupado por eso, porque una película mala jode tres buenas”, soltó años atrás; sin embargo, este 2015 ha reafirmado con insistencia este deseo de retiro, descontento también por la probable desaparición del celuloide ante el mayúsculo avance del formato digital en la industria. Para un devoto de las perlas de antaño, el cine solo puede ser concebido y apreciado en un soporte de 35 milímetros. El espectáculo no es negociable.
Polémica desencadenada
Reducidas son las apariciones públicas de Tarantino. Por eso, sorprendió su presencia en una marcha de activistas en contra de la brutalidad policial en pleno corazón de Manhattan en octubre pasado. A Patrolmen’s Benevolent, uno de los sindicatos de oficiales de Nueva York, no le hizo gracia esta participación. “No extraña que alguien que se gana la vida glorificando la muerte odie a los policías […]. Es hora de boicotear sus películas”, declaró Patrick Lynch, presidente de la asociación. La réplica del director no tardó: “Hablan de mí para distraer a la sociedad de los temas que denunciamos. No soy un antipolicía, eso es difamatorio”. El cineasta prometió seguir apoyando estas manifestaciones de denuncia.