En el épico grabado que ilustra esta nota, el ejército patriota parece haber arrinconado a los oficiales realistas. Un general ha caído del caballo. Junto con cornetas y fusiles regados en el suelo, los cadáveres se amontonan en triste abrazo. La bandera española golpea los troncos de inverosímiles palmeras, extraña especie para la botánica de la Pampa de la Quinua. Pese a las inexactitudes históricas y el desconocimiento paisajístico, el artista francés Denis Auguste Marie Raffet supo representar, de oídas, el caos y el estruendo de sables y balas. Su “Memorable y decisiva batalla de Ayacucho en el Perú, el 9 de diciembre del año 1824″, grabado en papel de 422 mm × ancho 578 mm, fue realizado dos años después de la gesta.
Adquirido por el Museo de Arte de Lima para sumarlo al contenido de la muestra “José Gil de Castro, pintor de libertadores”, presentada en el 2014, el grabado de Raffet es una de las poquísimas representaciones de la batalla de Ayacucho. Como señala Ricardo Kusunoki, curador asociado de arte colonial y republicano del museo, su presencia en aquella exposición buscaba contrastar el peso tan evidente del retrato de los libertadores con la flagrante ausencia de las imágenes de refriegas. “Prácticamente, no queda ninguna imagen de batallas realizada en el Perú”, señala el investigador.
LEE TAMBIÉN: La batalla de Ayacucho: épica cívico-militar y legado político
¿Por qué no existen representaciones locales de la batalla de Ayacucho? Según estudios de la historiadora Natalia Majluf, en los años del proceso independentista, la tradición del retrato cortesano era tan fuerte que los pintores de la época estaban especializados en ese género. Sin una tradición previa de imágenes narrativas, el cambio solo será de modelos: de nobles cortesanos se pasa al retrato heroico de generales victoriosos.
Asimismo, como apunta Kusunoki, la misma idea de representar la confrontación militar como una instantánea es un concepto moderno. Para el pensamiento colonial tardío, las imágenes funcionaban en términos de alegorías. En la colección del MALI, un grabado sirve de ejemplo: un Simón Bolívar monta su caballo, con los Andes de fondo y el mar a un lado. Lo que parece una figura griega, que en realidad es un apolíneo Manco Cápac, le entrega al libertador lo que parece un templo helénico: el Templo del Sol. “La imagen celebratoria del fin de la guerra no es una imagen de la batalla: es una alegoría del triunfo del libertador sobre los españoles”, explica.
LEE TAMBIÉN: Invisibles: Rabonas y soldados desconocidos en Ayacucho
Un centenario sin peleas
Para el historiador de arte Luis Eduardo Wuffarden, una respuesta posible tiene que ver con la permanente relación ambigua que nuestro país ha mantenido con España. “El primer centenario de la independencia era la ocasión ideal para realizar todo un ciclo iconográfico dedicado a estos enfrentamientos. ¿Pero qué se mandó pintar? Tenemos, por ejemplo, ‘La capitulación’ (1924), el célebre cuadro de Daniel Hernández que se exhibe en el Museo del Banco Central de Reserva del Perú. En la imagen salen todos los generales relajados, lo que sugiere un pacto de caballeros. En la misma pinacoteca, se puede ver su estudio preparatorio para ‘El paso de los libertadores (apoteosis de Ayacucho)’ en el que Hernández pinta el paseo triunfal de los vencedores entrando a la ciudad, recibidos con flores. Todas las imágenes realizadas para el centenario eluden la idea de confrontación. En esa época, el gobierno de Leguía estaba empeñado en la reconciliación con España. Y el Gobierno Español también”. Por eso todas estas imágenes son disimuladamente hispanistas”, añade el historiador.