AUGUSTO TOWNSEND KLINGE

Al menos Lima no fue la primera ciudad que eligió el Discovery Channel de Canadá para rodar un episodio de su programa “Don’t drive here” (No manejes aquí). Quisiera pensar que esto obedece a que el tráfico en las cuatro anteriores (Nueva Delhi, Bangkok, Ciudad de México y Manila) es peor que el que sufrimos aquí. Pero no me atrevería a asegurarlo.

Es cierto que muchos de los diálogos del episodio en Lima son inverosímiles, quizá deliberadamente exagerados para darle una mayor cuota de entretenimiento al ‘reality’. Por ejemplo, cuando un chofer de combi dice, en perfecto inglés, que no dudaría en meterle el carro a una mujer embarazada o a un anciano, sencillamente porque lo puede hacer.

Es inevitable preguntarse también qué clase de servicio de emergencia pone a un tercero (la estrella del programa de TV, nada menos) a manejar uno de sus vehículos en plena actividad, con todos los riesgos que ello supone (de hecho, no lo reciben al llegar a una clínica porque el tipo no estaba uniformado).

Pero las imágenes no mienten y uno, como limeño (y es importante decir aquí limeño antes que peruano), no puede más que sentirse avergonzado por lo que ve. Manejamos como unas bestias.

El proceso para obtener una licencia de conducir es una burla, y aun así hay que poner cámaras para que no hayan coimas de por medio. Muy a pesar de lo halagadoras que puedan ser las cifras económicas, no aprendemos a convivir civilizadamente. Nuestras calles muestran lo peor de nosotros. La falta de consideración por los demás. La informalidad entronizada hasta la médula. La despreciable creencia de que aquí el que no es “vivo” solo puede ser idiota.

Como cuestión personal, el tráfico de Lima garantiza que por lo menos una hora de mi día sea absolutamente miserable. Me compadezco de los cientos de miles que tardan aún más para ir y venir de sus trabajos. En realidad, debemos tener muy claro que la congestión vehicular no es solo un problema de horas de trabajo perdidas. El tráfico estresa, deprime, afecta la salud mental de las personas. Dichosos los que nunca pierden el buen humor o tienen una paciencia infinita, pero ciertamente no es el caso de la mayoría.

El tráfico y la infelicidad tienen un vínculo más estrecho de lo que solemos reconocer más allá de lo anecdótico. Psicólogos como el Nobel de Economía Daniel Kahneman han demostrado que, entre todas las cosas que uno hace a diario, el tiempo que uno pierde desplazándose al trabajo impacta sobremanera en la sensación de bienestar.

Vean aquí. la medición del Índice de Bienestar Gallup-Healthways en Estados Unidos, un país donde cuatro uno de cada cinco habitantes demora menos de media hora en llegar a su centro de labores (vaya fantasía para un limeño). Nótese cómo la correlación se da no solo en lo emocional sino también en lo físico. Mientras más se demora uno en llegar a la oficina, es más probable que sufra de dolores de espalda y de cuello, colesterol alto u obesidad.

Este artículo de Annie Lowrey en Slate resume algunas investigaciones recientes sobre este tema. Por ejemplo, cita un estudio de la Universidad de Umea (Suecia) que parece sugerir que las parejas en las que uno de los integrantes tiene que desplazarse por más de 45 minutos para llegar al trabajo, suelen tener una probabilidad 40% mayor de llegar al divorcio. Como es lógico, también hay impactos negativos nada despreciables en materia de hábitos alimenticios, de ejercicio y de sueño.

Volviendo al episodio de “Don’t drive here” en Lima, quizá a muchos les pasó lo mismo que a mí al verlo. Al principio a uno lo indigna, luego lo aburre y finalmente lo regresa a la normalidad, vale decir, a aquel rincón en donde lo único que queda es la resignación. Al convencimiento de que este “documental” y la vergüenza que pueda haber generado no alterará el curso de los acontecimientos. Todo seguirá, como siempre, igual de insufrible.

Todos sabemos que el problema del tráfico no tiene solución en el corto plazo. Que no hay voluntad política para racionalizar la sobreoferta de taxis. Que seguimos viendo choferes con decenas de papeletas que encima tienen la desfachatez de quejarse porque no quieren pagarlas. Que la policía de tránsito solo está para estorbar a los semáforos, cuando no está pidiendo coimas. Que los malos hábitos tardarán décadas en superarse y que, por tanto, no es necesario que nosotros mismos empecemos a cambiar.

Ya habrá momento de hacerlo cuando los demás también lo hagan. Mientras tanto, seguiremos afrontando los estragos emocionales y físicos del caos vehicular en Lima. Pero, ¿saben quiénes no sufrirán como ustedes? Los políticos y otros funcionarios públicos en posiciones encumbradas que creen que las reglas de tránsito no se les aplican.

Quizá lo que necesitamos para romper la inercia y combatir la resignación es un gesto simbólico, una acción que pueda ofrecernos algo de gratificación inmediata, que facilite la toma de conciencia y enrumbe un proceso de cambios de mucho mayor alcance. Sugiero lo siguiente: que se prive a todos los políticos y funcionarios públicos de cualquier privilegio para incumplir las reglas de tránsito. Que se les prohíba llevar escolta (financiada con el dinero de los contribuyentes), estacionarse donde quieran y pasarse la luz roja a su antojo.

No encuentro razón alguna para sustentar esos privilegios. De hecho, no tengo expectativa alguna de que el problema del tráfico en Lima se arregle mientras pervivan. Que se eliminen de una vez por todas. Que todos suframos el caos vehicular en carne propia, inclusive quienes están en mejor posición de solucionarlo y que, de manera injustificada, logran abstraerse de esta problemática como si con ellos no fuera la cosa.

Quizá alguno responda que es imposible hacerlo por cuestiones de (su) seguridad. Y sería bueno que lo mencionen, porque el mismo argumento aplica a esto otro. De pronto también es momento de que prescindan de sus guardaespaldas y sientan en carne propia la “percepción” de inseguridad. Después de todo, tanto la seguridad como el orden vial son bienes públicos, de modo que si logran garantizarlos para todos, no tendrán que recurrir a privilegios que solo los benefician a ellos.

Lo que propongo no es, por cierto, una solución al problema del tráfico en Lima. Pero es lo justo. No tengo muchas expectativas de que lo hagan, pero al menos debería quedarles claro que esta situación es intolerable.