Debido a la pandemia del COVID-19, iniciamos otro crítico año educativo en casa, tratando de compensar por medios remotos la ausencia de presencialidad e interacción física y social, tan necesarias en los procesos de enseñanza, aprendizaje y crecimiento de nuestros niños y jóvenes. A las crisis sanitaria, económica, social, política, y de corrupción, se ha venido a sumar una crisis educativa de grandes proporciones que nos va a costar muchos años dejar atrás.
Por ello es urgente integrar a las acciones de emergencia educativa que se toman actualmente una visión más amplia de mediano plazo. En el ensayo Educación peruana: avances, nudos y perspectivas, discutimos la necesidad de una modificación sustancial en la organización del sistema educativo: una reingeniería que coloque a los estudiantes, docentes y comunidades al centro y apueste por la autonomía de las instituciones educativas.
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Desde ese punto de partida, es posible pensar en instancias de gestión local que den apoyo logístico-administrativo a las instituciones educativas, así como recursos claves para la operación pedagógica que no pueden resolverse en cada institución de modo individual.
Resulta fundamental que la autonomía vaya a acompañada de una supervisión estatal independiente de los supervisados. Esta labor debería estar orientada a identificar los problemas que hoy tienen las instituciones para asegurar condiciones básicas de operación de modo que, en el caso de las instituciones estatales, las autoridades (empezando por las locales) tomen medidas para subsanarlos en un breve plazo. Recordemos que muchos locales escolares hoy carecen de servicios básicos y no es algo que pueda resolver la institución así tenga autonomía ya que corresponde a diversos sectores del Estado operar en esos ámbitos en el plano local.
La supervisión independiente también habría de promover el desarrollo de una cultura de autoevaluación para la mejora continua que involucre a toda la comunidad educativa, especialmente, a quienes más interés pueden tener en la mejora: los estudiantes y sus familias.
Nada de esto es posible si no se cuenta con una elevación de los recursos financieros que el Estado invierte en educación. Sin embargo, no solo se trata de asignar mayores recursos, sino también: (i) usarlos mejor en general (para empezar, ser capaces de usarlos), y (ii) asignarlos con criterios de equidad lo que supone, en primer lugar, un esfuerzo poder determinar necesidades de inversión y gasto según las características de la población. Asimismo, los dos puntos no son una garantía para abordar los problemas de segregación y reproducción de las desigualdades de los que adolece nuestra educación.
En el marco de estas transformaciones, el uso intensivo de las nuevas tecnologías de la información y comunicación resulta de capital importancia por ser instrumentos que permiten, por un lado, enriquecer los entornos, opciones metodológicas y recursos de aprendizaje, así como el acceso a volúmenes elevados de información y, por otro, por su capacidad para identificar y ajustarse a los ritmos de avance siempre particulares de cada persona.
Como debe resultar evidente, nada de lo anterior es posible si la profesión docente no es fortalecida. La mejora de la formación inicial (y de las acciones de formación en servicio) deben tener altos estándares, han de abordar los problemas de debilidad en referentes culturales y lingüísticos que afectan al país, de consolidación de saberes expertos, manejo de la tecnología y prestar particular atención a los atributos socioemocionales de las personas.
Debemos notar que lo planteado en esta columna es consistente con los postulados y, en particular, los impulsores del cambio, identificados en el Proyecto Educativo Nacional al 2036 que es un marco estratégico de observancia obligatoria en la acción estatal.
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