Después del caos de los ochenta, el Perú emprendió el camino de construir sus fundamentos económicos e institucionales. A partir de ahí los avances en lo primero han sido incuestionables. Bastaba ver, antes de la pandemia, el fuerte salto de nuestro ingreso per cápita, la acelerada disminución de la pobreza, la reducción de la inequidad y la extraordinaria solidez fiscal que hoy ayuda a paliar la crisis sanitaria.
Claro está que estos avances fueron dejando atrás enormes pasivos institucionales que nos han llevado a normalizar la atrofiada relación Estado-sociedad, la creciente informalidad, la campante corrupción, el mercantilismo solapado y, la ausencia de una red mínima de protección social. Este es sin duda, el virus de fondo que viene afectándonos hace bastante tiempo y sobre el cual se suman otros más.
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Así, el virus del COVID-19 ha afectado a millones en el mundo, pero los endebles fundamentos institucionales del país han generado que éste se cebe particularmente con él, impidiendo que el recetario económico y sanitario funcione razonablemente bien. Al final, todo indica que enfrentaremos un largo período de incertidumbre mientras no llegue la famosa vacuna y no logremos desarrollar una estrategia que nos permita convivir en esta nueva normalidad.
A lo anterior se suma un tercer virus: el del populismo. Como sabemos, esta infección es incurable, y no es exclusiva del Perú. Sin embargo, durante las tres décadas pasadas este problema ha ido mutando aceleradamente. De hecho, antes de que llegara el COVID-19, ya nos embargaba gran preocupación la actitud fácil de nuestros líderes de “buscar enemigos convenientes” para quedar bien ante la mayoría, sin que se brindaran soluciones reales a los problemas; y, por el contrario, observábamos cómo se huía a enfrentarlos si eran urgentes, difíciles o impopulares. Lamentablemente, hoy se confirma que estas decisiones efectistas que se vendieron como la gran panacea, han sido solamente humo; llevándonos incluso a una peor situación.
Y para complementar nuestro escenario viral, tenemos a nuestro Congreso de la República que es un virus en sí mismo. Este no es nuevo, como se sabe, y se encuentra inoculado en el país hace bastante tiempo manifestando desvergonzadamente intereses populistas, mafiosos y rentistas que muchos parlamentarios han dejado en evidencia. Hoy, sin embargo, el comportamiento de nuestros “padres de la patria” nos escandaliza mucho más, debido quizá a que sus acciones furibundas pretenderían sacar el máximo provecho personal en los pocos meses de mandato que le otorgó el electorado luego del cierre del Congreso anterior.
Con las elecciones del 2021 ad portas, pareciera que los compases de suspenso del inigualable Ennio Morricone van acompañando el avance implacable de estos cuatro virus, cual jinetes de un ‘western', sin que nadie pueda detenerlos. El reciente episodio de cambios express en la Constitución es solo una muestra del peligro en que nos encontramos. Así, no es desquiciado pensar que pronto podríamos estar de luto asistiendo al triste funeral de lo que alguna vez llamamos modelo económico. Un réquiem que promete un viaje de treinta años al pasado.
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