Luis Miguel Castilla

El mensaje a la nación por Fiestas Patrias de la presidenta Dina Boluarte ha sido “cumplidor” y parecido al de muchos de sus antecesores. Lo positivo es que no ha provocado grandes sobresaltos y, más bien, ha intentado proyectarse como una administración abocada a atender las necesidades de la ciudadanía en los nueve ejes expuestos y llegar hasta el final de su mandato.

El discurso ha estado repleto de anuncios de obras por miles de millones de soles bajo la sombrilla de Con Punche Perú. La mandataria puso énfasis en la preparación ante los estragos que causaría El Niño y priorizó medidas contra la inseguridad ciudadana, para lo que, entre otros temas, ha presentado un pedido de delegación de facultades. Si bien el foco de lo anunciado apunta principalmente al corto plazo, hay algunos planteamientos que pretenden mejorar la institucionalidad del país. Entre estos destaca la voluntad de cambiar el reglamento del Parlamento para reducir el número de leyes declarativas y de iniciativas de gastos públicos que se aprueban por insistencia, reformar las reglas electorales con miras a mejorar la representatividad del Congreso, y acelerar la meritocracia en la administración pública.

En materia económica, la apuesta sigue siendo la misma: más gasto público (con cierto corte asistencialista), destrabar proyectos paralizados apelando a la modalidad de Gobierno a Gobierno, mayor acompañamiento técnico a las autoridades subnacionales, y respetar las reglas fiscales para no menoscabar la solvencia de las finanzas públicas. Esto último, sin embargo, no estaría asegurado por el costo presupuestal de lo prometido y la reducción de los ingresos fiscales en una economía frenada. Al persistir con la misma receta, el Gobierno parece no haber internalizado que estas políticas no moverán la aguja de las expectativas empresariales. Muestran una desconexión con las preocupaciones que enfrenta la inversión privada, generadora del 90% del empleo en el Perú. Peor aún, del mensaje quedaron importantes omisiones e inconsistencias que vale la pena destacar.

No se ha escuchado la voz del Ejecutivo ante la intención del alcalde de Lima de desconocer una resolución de un tribunal arbitral internacional. Este tipo de acciones unilaterales minan la seguridad jurídica del Perú y petardean los esfuerzos por retomar la adjudicación de proyectos de asociaciones público-privadas en materia de infraestructura. Peor aún, resulta inconsistente que, por un lado, se propongan medidas innovadoras como la creación de fideicomisos para financiar las necesidades de inversión de transporte urbano en Lima, pero, por el otro, no se defienda el esquema de promoción de inversión privada del país. El discurso presidencial ha omitido también acciones para revertir la caída en la inversión minera. Si bien hay iniciativas de seguimiento de proyectos mineros, el problema central radica en que no se respetan los plazos legales de las regulaciones que estos enfrentan ni se sancionan los incumplimientos. Resulta incomprensible que, para la aprobación de la declaratoria de impacto ambiental de la gran y mediana minería, cuyo plazo legal es de cincuenta días calendario, transcurran entre 18 y 28 meses ¡y no pase nada!

El acompañamiento a las inversiones que realiza el Ministerio de Economía y Finanzas tendría un impacto mucho mayor si los actores al más alto nivel se comprasen el pleito y alinearan a sus burocracias. Si bien hay un listado priorizado de 29 proyectos por US$39.000 millones, no se exhiben mayores avances porque ciertos funcionarios se dedican a “pelotear” al inversionista. Le solicitan un sinfín de opiniones técnicas sin tomar en cuenta que para todo inversionista hay un costo de oportunidad. Y que, para los extranjeros, la consecuencia lógica será apostar por otra plaza con menores costos de transacción.

Tampoco se ha planteado medida efectiva alguna para lidiar con la precarización del mercado laboral y encarar la informalidad laboral que afecta a ocho de cada diez trabajadores peruanos. Peor aún, el oficialismo marca su voluntad por incrementar la remuneración mínima vital, en el seno de un recompuesto pero frágil Consejo Nacional del Trabajo. Intentando satisfacer pretensiones sindicales, persiste en subir la valla de la formalidad para cientos de miles de microempresas y pequeñas empresas, que optarán por mantenerse en la informalidad ante un aumento del costo de la mano de obra formal que no se condice con mejoras en la productividad laboral. Lograr estas mejoras implica revertir el deterioro de la empleabilidad de la fuerza laboral producto de los retrocesos en materia de formación superior y educación técnica, ejemplos de las contrarreformas lideradas por un Congreso populista.

El Gobierno tiene que mostrar un norte más claro y mayor convicción respecto a sus planes para movilizar la inversión privada en lo que resta de su mandato. Y evitar hacerse daños autoinfligidos nombrando a personajes cuestionados al mando de entidades claves, como el reciente caso de Essalud. En medio de esta situación, puede y debe surgir una oportunidad cuyo logro dependerá de que se dejen las zonas de confort y se internalice la urgencia que las actuales circunstancias imponen.


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