La economía peruana ha enfrentado este año una serie de desafíos sin precedentes, con un crecimiento económico que se proyecta como el peor en treinta años, a excepción del período de la pandemia. La caída aproximada de un 0,5% del PBI en comparación con el año anterior se atribuye principalmente a factores temporales como el impacto de la violencia social tras el intento de golpe de Estado de Pedro Castillo y los problemas climáticos que han persistido a lo largo del año.
El impacto negativo del clima sobre la actividad económica no solo ha sido fuerte y generalizado, sino también prolongado, y nos ha quitado cerca de 1,5 puntos porcentuales de crecimiento este año. Ha afectado múltiples mercados, desde una fuerte caída en la producción de prendas de vestir hasta la cancelación de la primera temporada de pesca de anchoveta y un impacto considerable en los rendimientos agrícolas. Estos daños, a su vez, han tenido efectos evidentes sobre el empleo y el consumo de las familias. La menor producción agrícola para consumo interno ha encarecido los alimentos, y la caída récord en la producción de agroexportación ha causado la pérdida de 100 mil empleos formales en ese sector. Estos problemas, junto con la perspectiva de lluvias fuertes y sequías en el próximo verano, han afectado las expectativas de las familias y han contribuido a una mayor cautela en su comportamiento de consumo.
A pesar de este proceso doloroso, se espera que la economía peruana se recupere con mayor claridad en la segunda mitad del próximo año. Para facilitar esta recuperación, el enfoque de la política económica debe estar en mitigar los daños generados por estos golpes temporales, asistiendo a la población más vulnerable y evitando efectos más duraderos, como la quiebra de empresas. Una vez normalizadas las condiciones climáticas, es razonable esperar que la economía retome su ritmo de crecimiento promedio actual, cercano al 2,5% anual.
Sin embargo, este escenario revela una enfermedad crónica en la economía: una convergencia prematura hacia una tasa de crecimiento baja. Este problema estructural se debe al deterioro en la capacidad del país para atraer inversión privada y utilizar sus recursos de manera eficiente. En la última década, la inversión privada ha disminuido del 21% al 18% del PBI, y la productividad de la economía se ha estancado o incluso disminuido.
Factores como tener siete presidentes en los últimos diez años, las decenas de miles de millones de dólares en proyectos de inversión privada paralizados o con retrasos significativos y el incremento notable en los conflictos entre empresas y el Estado Peruano en el Ciadi son indicativos de este deterioro. Esta dificultad para “sembrar” nuevos grandes proyectos de inversión se ha sentido especialmente este año, con la falta de proyectos que compensen el final de la etapa de inversión de Quellaveco o el fin del ‘boom’ de la autoconstrucción. La inversión privada este año ha caído casi 9%, una cifra similar a la observada durante la gran crisis financiera global del 2009, a pesar de la mejora moderada en la confianza empresarial.
Otro desafío es el deterioro en la capacidad de maximizar el aprovechamiento productivo de nuestros recursos escasos. En una economía eficiente, los recursos se mueven continuamente de actividades menos productivas a otras más productivas. En el Perú, por ejemplo, una fuente importante de aumento de productividad es cuando un trabajador deja un puesto informal de baja productividad para trabajar en una empresa grande, formal, donde se complementa con una mejor tecnología y recibe capacitación. Pero este proceso, al igual que otros que involucran un mejor uso de recursos financieros, de maquinaria o de terrenos, se ha visto obstaculizado por lo engorroso que resulta abrir nuevas empresas o hacer negocios en general, debido al incremento en los permisos requeridos, la arbitrariedad de los municipios y otras instancias del Estado, la corrupción y, más recientemente, el incremento exponencial de la extorsión a los negocios de todo tamaño.
El crecimiento anual de solo 2,5% es insuficiente para mejorar significativamente el nivel de vida de la población. De hecho, con este ritmo de crecimiento, es probable que la tasa de pobreza en el 2026 todavía sea superior a los niveles previos a la pandemia.
Esto sugiere que, sin mejoras en estos frentes, se viene un período en el que las justificadas demandas ciudadanas por mejores servicios públicos y sistemas más efectivos de protección social chocarán cada vez más con las capacidades limitadas del Estado y un presupuesto público que aumentará poco debido al bajo crecimiento de la economía. Este escenario presenta un riesgo significativo de mayor insatisfacción ciudadana, de demandas por cambios radicales o de medidas populistas para calmar los ánimos. Un riesgo que debe preocuparnos profundamente.