La reputación es uno de los activos más preciados que cualquier persona, tanto natural como jurídica, pueda poseer. Esta genera la credibilidad de la cual emana la confianza entre distintas organizaciones o instituciones, y es precisamente sobre esta confianza que se construye la viabilidad y sostenibilidad de las relaciones a largo plazo.
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Los Estados igualmente deben de erigir un marco económico y jurídico estable, con reglas claras, bajo el cual los distintos agentes económicos puedan interactuar en un contexto que genere predictibilidad y confianza en dicho marco institucional. Un Estado no puede aspirar a un mayor nivel de inversión privada si no es capaz de generar, como condición precedente, un entorno como el mencionado.
Según Transparencia Internacional, en el 2023 el Perú registró una significativa caída en el Índice de Percepción de la Corrupción pasando a ocupar el puesto 121 de 180 países. Asimismo, de acuerdo con LAPOP Lab, Barómetro de las Américas 2023, el Perú presenta los indicadores de confianza más bajos en Latinoamérica: solo el 21% de sus ciudadanos confían en las instituciones del Estado. Lamentablemente la corrupción experimentada en el Perú ha erosionado significativamente los niveles de confianza, generando, entre otros, una disociación en la relación entre las empresas públicas y las empresas privadas.
La confianza no solo juega un papel fundamental en las relaciones entre las instituciones públicas y privadas, sino que, además, tiene un impacto directo en el funcionamiento apropiado y eficiente del mercado. El costo de la corrupción en una economía no consiste únicamente, ni siquiera principalmente, en los sobornos pagados, el dinero robado, los bienes hurtados o el incremento de los costos transaccionales. Todos estos son meros ejemplos de transferencias internas entre los agentes económicos, no siendo en sí mismos reducciones netas de los ingresos o la riqueza de un país.
Dado que los recursos escasos tienen usos alternativos, los principales costos consisten en las cosas que se dejan de hacer: las empresas que no se crean, las inversiones que no se realizan, los préstamos que no se conceden, entre otros; ya que la corrupción eleva significativamente tanto las tasas de retorno requeridas como la desconfianza interpersonal para que dichas actividades se materialicen. Estos impactos económicos tangibles e intangibles son pagados finalmente por la sociedad civil, limitando el crecimiento económico y la generación de empleo.
La honestidad es más que un principio moral por definición, es inclusive un factor económico fundamental para el desarrollo y crecimiento de una sociedad al dinamizar su economía, con todos los aspectos positivos que ello conlleva para sus ciudadanos. Está en manos del sector privado establecer sistemas de prevención que den señales inequívocas de rechazo absoluto a estas prácticas deleznables, y está en manos del Estado asegurar la transparencia, rendición de cuentas, así como enfocar y reducir su ámbito de acción con el objetivo de restablecer la tan resquebrajada confianza.