¿Cómo es la relación de los peruanos con la democracia? En esta entrevista, la historiadora Carmen McEvoy responde esta y otras preguntas relacionadas a nuestro sistema político.
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El último Latinobarómetro confirma un estado de desánimo e insatisfacción con el sistema democrático. De hecho, el país más insatisfecho con la democracia es el Perú. La insatisfacción es un campo fértil para el discurso populista de izquierda y derecha. ¿Es un fenómeno mundial? ¿Cómo salir de este espiral?
El desencanto con la democracia liberal y representativa –concebida hace ya varios siglos– es un fenómeno mundial y transversal. No hay más que revisar “El ocaso de la democracia” de Anne Applebaum. Ahí la autora señala un par de ideas sobre las que considero vale la pena reflexionar en esta etapa tan difícil que vive el Perú. La primera, que la insatisfacción, con lo que la democracia provee en términos concretos, es real y está ocurriendo tanto en lugares con una larga tradición y experiencia democrática (Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña), como en otros con historias menos “existosas”. Para Applebaum uno de las razones de este desánimo, que es global, tiene que ver con la idea de que la democracia podía sobrevivir sin el esfuerzo constante de la sociedad civil por mantener su relevancia. Acá añadiría con el compromiso ciudadano por revisar sus fundamentos en la medida que una serie de desafios, pienso en la crisis financiera del 2007-2008, irán apareciendo. Es innegable que las oportunidades de las mayorías van siendo dia a dia erosionadas en este mundo del sálvese quien pueda. En otra clave más bien cultural y de sociabilidad, Applebaum señala que las redes sociales, con su violencia y binarización, se han convertido en una amenaza real para la convivencia civilizada. Y por ello propone una conversación alturada, en la cual se reconozcan los múltiples reclamos y demandas, de ciudadanos de segunda categoría, que en un mundo post covid son imposibles de eludir. En una coyuntura como la actual, no se puede dejar a los políticos la tarea de discutir y llegar a acuerdos mínimos en torno a las necesidades básicas de una ciudadanía que hoy enfrenta: desde el cambio climático, hasta el hambre sin olvidar la destrucción del trabajo que las nuevas tecnologías, como la IA, amenazan provocar. Porque lo que se juega, en este siglo XXI tan convulsionado además de brutal, no es solamente la sobrevivencia de la democracia, sino de la especie humana.
¿Cómo define la relación que tenemos los peruanos con la democracia?
Desde el inicio de la República se planteó un “protectorado” (un concepto clave) como una suerte de transición “ordenada” a la República. Tanto el general San Martín, que venía de experimentar la temida “anarquía” en el Río de la Plata pero también en Chile, como sus aliados peruanos apostaron por una “independencia controlada”. Para San Martín el tema era la gobernabilidad que un sistema republicano no podía, en teoría, proveer a una sociedad tan diversa y fragmentada como la peruana. Por otro lado, para sus socios el miedo real era el desborde social por el derrumbe acelerado del estado colonial que los había dejado descolocados. En las discusiones de la época incluso se habla de la democracia como una suerte de camino hacia el abismo, si se observa lo ocurrido durante la Revolución Francesa pero sobre todo durante la independencia en Haití, que abrió las puertas para un gobierno de ex esclavos. Pienso que ese pánico, teñido de racismo, unido al concepto de una “democracia tutelada” ha viajado a lo largo de los siglos y nos acompaña hasta la actualidad. Tanto, que a finales del XIX (1896) se excluyó a la mayoría de la población de la participación política que fue recuperada en el último lustro del siglo XX. Resulta interesante ver que en pleno siglo XXI el viejo concepto de la anarquía empieza a posicionarse como una suerte de conjuro ante una multiplicidad de demandas no atendidas a lo largo de las décadas, por no decir siglos.
¿Hay algún momento histórico comparable con la situación actual?
Para mi, y puede ser que esté marcada por mi propia investigación, el momento, con todas las limitaciones del caso, es muy similar a la crisis de 1871-1878 que culmina con dos magnicidios (José Balta y Manuel Pardo), el derrumbe de la economía guanera y el ajusticiamiento popular de un puñado de militares golpistas (los hermanos Gutiérrez). Todo ello en un contexto en el que el intento de desmantelar el Estado patrimonial/prebendario, definido y custodiado por los militares algunos de ellos veteranos de Ayacucho, se ve amenazado por una sociedad civil organizada a nivel nacional. A la cual se le cruza, en su tarea, una implosión político-económica inevitable, seguida por la Guerra del Pacífico. Ahí fue palpable nuestra falta de institucionalidad para defendernos y el profundo abismo social que imposibilita una mayor cohesión contra un enemigo que luchaba por su sobrevivencia en un cambio de era, es decir de división del trabajo, del sistema capitalista mundial.
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Usted habla de resignificar la República. ¿A qué se refiere?
A lo que me refiero es a regresar al vocabulario ilustrado con el que nace nuestra República y que adquiere su momento climático en la discusión entre la propuesta de monarquía constitucional, defendida por San Martín y sus aliados peruanos, y la republicana, que defiende el huamachuquino José Faustino Sánchez Carrión. Es en las dos cartas del discípulo de Toribio Rodrígez de Mendoza, escritas en Sayán y publicadas en el Correo Mercantil y La Abeja Republicana de Lima, aparecen los fundamentos institucionales (división de poderes) y de sociabilidad (una cultura basada en el mérito, la justicia y el bien común). A esta construcción conceptual de la República del Perú, en la actualidad vacía de contenido y secuestrada por mafias de diferente pelambre, debe añadirse la importancia que se le otorga a la ciencia, en especial a la medicina. Los discípulos del sabio Hipólito Unanue, entre ellos José Gregorio Paredes –quien diseña nuestro bellísimo escudo con el árbol de la quina como cura contra la malaria–, conforman una bancada importante. La radicalidad de la discusión sobre el destino político del Perú lleva a los republicanos a volver los ojos a la obra de Thomas Paine, promotor de la abolición de la esclavitud y defensor de los derechos para las mujeres. El autor del Common Sense estimula el surgimiento de un republicanismo plebeyo en las zonas urbanas pero, también, en las rurales. En un trabajo reciente “Patrias Andinas, Patrias Citadinas”, Gustavo Montoya y yo hemos analizado la participación de los llamados “volantusos” en las movilizaciones que marcarán los inicios de la República. Activos en Lima pero también en Cerro de Pasco, los “volantusos” defienden la igualdad, es decir el reconocimiento en una sociedad caracterizada por las jerarquías y el privilegio social y racial.
Siendo el Perú una sucesión de crisis: inclusión social o institucionalidad, ¿cuál es el que pesa más en nuestra situación actual?
No se puede resolver una sin atender a la otra, porque una institución tan vetusta como lo es el Estado peruano –cuya dinámica es el reparto permanente de la prebenda entre las diferentes oleadas que lo toman por asalto– adolece de una debilidad estructural que impide asuma sus funciones: entre ellas la promoción del bienestar general. La distorsión de las funciones a las que me refiero deriva en el entorpecimiento de la inclusión social que ocurre, perversamente, a través de una expansión exponencial de la corrupción. No hay más que ver la cantidad de recursos dilapidados en una corrupción endémica que no permite, por ejemplo, la inversión en educación pública de calidad o centros de salud equipados para emergencias, como ocurrió recientemente con el dengue.
“El desencanto con la democracia liberal y representativa es un fenómeno mundial y transversal”.
Pensando en el Ejecutivo y en el Legislativo, ¿generar consensos se ha vuelto sinónimo de “trueque”? La última votación para la mesa directiva pareciera demostrarlo. ¿Estamos rifando al país o estamos jugando a la ruleta rusa con la representatividad de nuestras autoridades?
Ambas cosas, con la irresponsabilidad de quien desconoce el bien común porque solo trabaja para su sobrevivencia y beneficio particular. Tal como ocurre con el Ejecutivo, que se defiende a sangre y fuego –y de ello dan cuenta decenas de compatriotas muertos–, el Congreso no escapa del modelo patrimonial prebendario al que me he referido anteriormente. ¿Qué se puede esperar de una institución cuyo presidente tiene 53 denuncias y una de sus congresistas, Digna Calle vota impávida desde su residencia en Wellington-Florida? La actual mesa directiva del Congreso es la prueba irrefutable de que muchos de los “padres y madres de la Patria” están dispuestos a negociar (hacer trueque) con el mismísimo diablo con tal de mantener sus gollerías, que como sabemos son muchas. Asalto tras asalto, el último perpetrado por el perulibrismo, un Estado perforado como el peruano sobrevive como puede hasta que finalmente implosiona, si no se toman medidas radicales respecto a su funcionamiento. Lo más preocupante del caso es que su lento y seguro declive, aunque alardee de una “legitmidad”, que descansa en la fuerza y no en el respeto de la ciudadanía, ocurre cuando más se le necesita para enfrentar los desafíos presentes: desastres naturales, plagas y una recesión que, nos dicen los expertos, se encuentra a la vuelta de la esquina.
La macronoeconomista peruana Liliana Rojas-Suárez comentó en una entrevista hace algunas semanas para El Comercio que el diagnóstico del Perú es claro. Todos sabemos qué falla. Lo que no podemos es ejecutar los cambios necesarios. ¿Por qué?
Pienso que la cultura política peruana que se instaló durante la primera década luego de la independencia, es resistente al cambio a pesar de la precariedad en la que se sostiene. Este “equilibrio desequilibrado” de nuestro sistema sobrevive porque se adapta, es flexible y promete a las cada vez más rapaces oleadas que administran el Estado, un poder y una movilidad social acelerada, que ellas defenderán con todas las armas a su disposición. Los defensores de un Estado cada vez más ineficiente además de violento cuando se ve acorralado, corporizan una tradición que repiten maquinalmente, incluso predicando moralidad en medio del latrocinio más absoluto, como ocurrió hace poco con la administración castillista de la cual la presidenta Boluarte es una extensión, en una clave política, paradójicamente, opuesta a la de su antecesor.
Vivimos actualmente en un mundo binario y de extremos. En Europa toma cada vez más notoriedad la extrema derecha, mientras que nuestra región cuenta en este momento con gobiernos de izquierda. La izquierda se desmarca de Castillo, pero gobernó con él. La derecha y la izquierda más radical encuentran en la crítica al “caviar” un punto en común. ¿Confusión ideológica o cultura mercantilista?
Nuestra polarización con el discurso de los buenos y malos, los morales e inmorales tiene profundas raíces históricas. Una tendencia que se puede rastrear al convulsionado siglo XIX en el que muchos procesos electorales eran seguidos de guerras civiles. Esta tendencia continúa hasta nuestros días. Pienso en el 2016, y sin ir muy lejos al cuestionado resultado electoral del 2021, que desata sensibilidades. [Esto] confirma la percepción que a Lima no le interesa la voluntad de las regiones, expresadas en su voto. Pienso que este nuevo ciclo de violencia física y verbal, con todos los epitetos que señalas, se relaciona con un hecho específico y hay una responsabilidad compartida de muchos actores que no midieron las consecuencias de sus palabras y sus actos
¿Qué entiende usted por “narrativas”? ¿Considera que se han agravado? ¿Cómo podemos avanzar como sociedad cuando no nos ponemos de acuerdo en hechos?
Una narrativa es una manera de contar una historia, que puede ser falsa o verdadera, dependiendo de los intereses, en algunos casos políticos, de quien construye dicha secuencia de eventos. Me preguntas que si ellas se han agravado, yo diría que más bien se han radicalizado en su tendencia a la ficcionalización de la realidad que –es bueno decirlo– a los peruanos no nos gusta enfrentar. Un ejemplo muy reciente es la narrativa del maestro rural que liberaría al Perú de quinientos años de explotación. Ahora ya sabemos donde se encuentra alojado este personaje, el ex presidente Castillo, que además prosigue su narrativa tragicómica cuando señala que lo narcotizaro, antes del golpe, para luego secuestrarlo en la cárcel donde espera juicio por golpista y encima corrupto. Frente a esta persistencia de la victimización fantasiosa, que no nos eleva como república trabajadora, lo que queda es regresar a las trayectorias de vida de peruanos y peruanas honestos que nos dignificaron, mediante sus actos, a lo largo de nuestra historia. Este no es un país de rufianes como se nos ha querido hacer creer, sino de hombres y mujeres creativos y resilientes que de manera permanente deben enfrentar al horror de una cultura política nefasta, donde el bien común es una palabra desconocida.
¿Cómo recordaremos el gobierno de Boluarte y el Congreso actual?
Como una paradoja absoluta. La primera mujer presidente de la historia que decide quedarse, a sangre y fuego, para negar la política de su predecesor cuyos orígenes rurales no lo libraron de caer en el juego perverso de una cultura política corrupta que él no fue capaz de eludir .Su sucesora, que además proviene del Perú profundo, le achaca a su correligionario golpista todos los problemas que ahora ella enfrenta. Mientras Boluarte se victimiza y pronuncia un discurso lleno de lugares comunes importantes, segmentos del Estado, incluido el Congreso, son tomados por representantes de la economía ilegal, que ya decidieron ejercer el poder de manera directa en el Perú. Teniendo en consideración este negro panorama, del que no son ajenas a los poderes económicos que apuestan por un orden falso en vez de una democracia acorde con el siglo XXI, es necesario que cada peruano trabaje desde su respectiva trinchera para preservar a esa República, que fue imaginada como horizonte de bienestar e incluso de felicidad hace más de 200 años.