Por primera vez en la historia de la Libertadores (59 ediciones), acaso por primera vez en la de cualquier torneo importante, una final debió suspenderse por incidentes; más bochornosos que luctuosos. El triste honor corresponde al fútbol argentino y a las fuerzas de seguridad de la ciudad de Buenos Aires. Falló el resorte más elemental desde que existe este juego: custodiar como se debe a la delegación visitante para que llegue sana y salva al estadio donde debe disputar el encuentro. Y en condiciones normales. Algún capitoste de la policía elaboró un plan tan estulto como demencial: que el bus de Boca atravesara calles con miles de hinchas de River rodeándolo. Como entrar con una antorcha en un polvorín. La barbarie generó la consecuencia esperable: inadaptados destrozaron con piedras varios vidrios del bus e impactaron a algunos jugadores. Boca se negó a jugar. Sin la mínima duda, no estaba emocionalmente apto para hacerlo y allí comenzó el bochorno. La final se pasó del sábado al domingo y del domingo a cuando Dios disponga, porque los hombres, difícil...
Esta vez se dio la lógica en el fútbol: si en un país podía suceder, era en la Argentina, y si debía ocurrir en un partido específico era en un River-Boca. Son ciento diez años de rivalidad extrema concentrados en un frasco de 90 minutos. Salió un jugo muy espeso. A tanto han llevado la rivalidad que a esto llegaron, a que casi no puedan jugar. La pasión futbolística es bellísimo experimentarla, aunque cuando alcanza niveles tan irracionales pierde todo sentido y naturalidad. Esa irracionalidad creó un engendro demoníaco: el barrabrava, una deformación del hincha a la que dejaron crecer y ahora cuesta dominar. Ese monstruo montó un negocio fenomenal en derredor del fútbol y no está dispuesto a perderlo. Extorsiona, amenaza, revende y falsifica entradas, vende camisetas, gorros, bufandas, “cuida” autos. Uno encuentra un lindo lugar para dejar el carro a cinco cuadras del estadio y, cuando lo está cerrando, se le acerca un individuo de prontuario y aspecto tenebroso, en cuero, y le dice, con voz entre simpática e intimidatoria: “Dame quinientos que te cuido el auto, papá”. Y como la idea es ver el partido y volver a casa con vida (y con el auto sano), los hinchas normales dan los 500, muy a disgusto. A diez cuadras a la redonda todo es de ellos. Por supuesto, no cuidan nada y se van a ver el partido.
Y en clásicos como este hacen auténticas fortunas. En un allanamiento, el viernes, la policía detuvo a “Caverna”, el jefe de la barra brava de River. Tenía 15.000 dólares, 10 millones de pesos (equivalente a otros 255.000 dólares y 300 entradas para colocar). Se cree que, en represalia, Cavernita ordenó a sus secuaces promover los disturbios. Antes reclamaban a los clubes boletos para ver los partidos; ahora para venderlos. Luego entran igual, a la mala: arman malones de a cincuenta, vienen corriendo en tropel y arremeten contra un portón. Los pobres controles y policías que hay en el lugar se corren.
En 2017 sucedió un hecho similar a este River-Boca cuando el bus del Borussia Dortmund fue atacado con tres explosivos mientras el equipo se dirigía a su estadio para enfrentar al Mónaco por la Champions League. Era por los cuartos de final y el juego fue aplazado para el día siguiente. Marc Bartra, defensor español del Borussia, sufrió lesiones serias: fractura de radio en un brazo y vidrios clavados en ambos brazos y manos. Debió ser operado. Pero no fue por violencia entre los hinchas, que mostraron un comportamiento ejemplar (seguidores del Dortmund incluso alojaron en sus casas a sus pares del Mónaco que debieron quedarse) sino un atentado de un particular con fines terroristas o por cuestiones económicas. En diciembre último, centenares de barrabravas de Flamengo sin entradas rompieron las vallas del Maracaná e ingresaron por el sector de oficinas destrozando y generando pánico en la definición de la Copa Sudamericana. Fue gravísimo. No obstante, la final se jugó. Pero ese Flamengo e Independiente, aún siendo un enfrentamiento estelar entre grandes, no tenía el rótulo de redentor del fútbol sudamericano que se le había adjudicado al River-Boca, por lo cual el periodismo mundial puso los ojos en La Bombonera primero y en el Monumental después.
La promocionada “final de todos los tiempos” terminó en “El papelón de todos los tiempos”, como lo definió muy bien Claudio Cerviño en su columna de La Nación. O, como tuiteó Gabriel Meluk, de El Tiempo, “la final del mundo quedó en la del tercer mundo”. Decenas de periodistas de Italia, España, Japón, Inglaterra, Eslovenia, Colombia, Uruguay, Chile, Ecuador, Estados Unidos, se dieron cita el sábado en el Monumental, sobre todo atraídos por el bonito juego del primer duelo, el del 2 a 2. También unos 60.000 hinchas decentes de River que dejaron en boleterías 2,7 millones de dólares. Y millones de aficionados que estaban expectantes frente a la televisión en buena parte del mundo. Todos sentimos la misma tristeza. Ellos vergüenza ajena, los argentinos la propia. No hubo muertos ni heridos, ni siquiera enfrentamientos entre hinchas, pero la sensación de mamarracho, de incapacidad organizativa es vergonzante. Y mucha gente quería que estos partidos se disputaran entre semana, de noche y con público visitante. Un delirio.
Si de por sí el argentino no es un sujeto manso y le cuesta ser amable, la sociedad está viviendo una etapa de especial crispación, exacerbada por una politización extrema y tumultuosa. El portugués Antonio Guterres, secretario general de la ONU que llegará el miércoles a Buenos Aires, reveló en una entrevista su preocupación por una escalada “del miedo, la intolerancia y la desconfianza en muchos países”. Pareció que hablaba de la Argentina en particular. Este esperpento del River-Boca le viene bien como llamado de atención al presidente Macri, a cinco días del comienzo de la primera Cumbre del G20 en Latinoamérica, que reunirá a los líderes de los veinte países más grandes o importantes del mundo. La capital del tango quedará blindada por varios días. ¿Podrá cuidar a Putin, Trump, Merkel, Xi Jinping, Macrón, etcétera si no pudo con el bus de Boca…?
Boca fue agredido por el público de River a escasos metros de ingresar al Monumental. Llegó conmocionado, alterado y con su capitán Pablo Pérez afectado en un ojo por una esquirla. Así no se puede salir a jugar un partido, menos esta final. Tenía el derecho y la razón de no jugar. "No tuvimos una previa lógica y no tenía nada que ver con la previa de un partido", declaró su DT, Guillermo Barros Schelotto. Es verdad. No hay que pensar en exageraciones: a Pérez lo revisó un oftalmólogo frente a testigos y comprobó que tenía reducida en un 60% la visión de su ojo izquierdo. Y esto no es el futbolín, que se rompe un muñequito y ponemos otro. Se desnaturalizó deportivamente el enfrentamiento.
La sensación que quedó, por las acciones y palabras del presidente boquense, Daniel Angelici, es que Boca primero buscó salir del Monumental el sábado; luego ver la manera de eludir el compromiso el domingo sin que quedara como “no presentación”, o sea que la postergación corriera por cuenta de la Conmebol. E irá el martes a la reunión de Conmebol en Paraguay no para acordar una nueva fecha de disputa: quiere los puntos y una grave sanción a River. Boca ya no desea jugar, está tomándose revancha del 2015, cuando fue eliminado de la Copa por Conmebol cuando un hincha auriazul arrojó gas pimienta en la cara de varios futbolistas riverplatenses. En ese entonces estuvo bien sancionado y River se coronó campeón. Ahora, ante un suceso muy similar, Boca pide que sea bien sancionado River, al que, además, se acusa de tener un enorme peso político en la Confederación.
Alguien lanzó que Conmebol llevaría el duelo a terreno neutral. Imposible: River no aceptaría. ¿Además, qué político cuerdo querría hospedarlo…? Esto supone recibir a 25.000 hinchas de Boca y otros tantos de River. Hay que destinar un ejército a controlarlos. ¡Atención Santiago de Chile el año que viene, cuando les llegue la final única de la Copa…!
Estos son apenas los primeros capítulos de la historia. Continuará.