Estaba muerto. O más: lo habíamos matado. Fue despedido tres meses antes de acabar su contrato con Alianza, y ni los títulos de mejor entrenador peruano parecían escudo para la crítica. Decirle ‘florero’ era lo menos ofensivo. Y su alter ego en Twitter @R_Humosquera, cada vez más leído. Roberto Mosquera había pasado de ser promesa a ser pobreza. No lo salvaba nada o eso parecía: ni que proyectara un discurso de fútbol lírico –pegado a la tecnología y la modernidad- y lo plasmara con corrección en Huancayo, en Cristal, en Aurich: en miseria y en el lujo. Ni que en el Rímac, gracias a él, se volviera a hablar de una identidad muy parecida a la de los 90. Ni que lo sacara campeón después de 7 años. A Roberto Mosquera no le quedaba otra que esperar. Las avalanchas duelen, pero pasan. Las tendencias en Twitter duran un par de horas, hasta el próximo #epicfail. ¿A dónde ir después de tanto bullying? ¿Podía soñar con la selección un técnico que permitió el Montaño más gordo o el Manco menos dribleador?
Pero el fútbol vuelve a empezar todos los domingos. No para. En diciembre, pocos días después de su despido, a Mosquera lo llamaron para volver a dirigir. Se fijaron en su pasado, pero sobretodo en su futuro. No era la selección o un poderoso de Sudamérica el que lo timbraba: era el modesto Wilstermann de Bolivia, campeón del Clausura de ese país, con la mitad del presupuesto de un Cristal o un la ‘U’. Los niños bolivianos que vieron a Wilstermann pasar de fase en 1999 ya eran adultos con familia. Incluso algunos, los actuales dirigentes. Y Mosquera aceptó.
Cerrada la fase de grupos, el técnico peruano más elegante del medio ha clasificado de ronda. Es un mérito, la única buena noticia peruana en Fox: desde Petróleo García un entrenador local no aparecía en los resúmenes del cable. Lo hizo a partir de su propuesta –notoria desde que Irven Ávila era goleador en Huancayo -, pero también desde decisiones que esta vez no negoció: pidió separar 4 jugadores por disciplina, ordenó hasta 3 turnos de trabajos de pretemporada y declaró menos a los periodistas, expertos en explotar su discurso, más hecho para una conferencia de liderazgo que para un vestuario que huele a dencorub. No abrió la puerta de su casa, no contestó el Whatsapp, no aceptó posar en terno. Lejos de la ultraexposición en Perú, Mosquera se dio tiempo para diseñar un equipo sin estrellas que tuvo como pico el 6-2 a Peñarol, un goleada que soñaría cualquier equipo peruano promedio. Y aunque cada tanto aparecían noticias suyas –el día que pidió gps y gimnasio de última tecnología para su plantel, o la noche en que lloró abrazado de sus jugadores-, no fue él quien protagonizó los reportajes de los noticieros deportivos. Ya no.
Eliminados los equipos peruanos con el vergonzoso saldo de 2 victorias y 33 goles en contra en 15 partidos., Roberto Mosquera queda como el único representante local en el torneo internacional que soñamos ganar todos de niños. Él y los dueños de Aceros Arequipa –sponsor de The Strongest- y los empresarios de Walon, la marca que lo viste. Un signo de gravedad que no es nuevo pero que, en su caso, es una oportunidad.
En ese sentido, y visto en un espejo frente a Chemo o Reynoso, enfrentado a los números de Carranza y Chale, Mosquera es hoy un entrenador que compite. No solo por su clasificación, y no solo porque Wilstermann hizo más puntos que Cristal y Melgar: su mayor victoria hoy es haberle podido ganar al personaje, ese que opaca al estratega y solo lo hace ver caricatura. Y aunque con clubes peruanos no clasificó de ronda, nadie puede decir que no respeta su plan en casa o afuera. Que lo cuida, le griten lo que le griten.
Mosquera se ha ganado, sino las gracias, por lo menos la enorme la posibilidad de un proyecto mayor. Y si bien siempre lo acusamos de florero, de no ser por su equipo, el modesto Wilstermann, hoy los que hablamos de fútbol somos nosotros.
Eso se llama justicia.
Contenido sugerido
Contenido GEC