Mi tío Perú
Por Martha Zöllner Campoy
Yo era tan chiquita que debía trepar a la cama para echarme junto a mi tío abuelo. Diabético, tenía los pies llenos de llagas y era tan alto o largo en este caso, que su piel rota, envuelta en gasas manchadas de amarillo y rojo colgaban fuera de la cama que habíamos colocado en la sala pues en los dormitorios no teníamos espacio, y así este viejo hermoso de tierna mirada azul participaba de toda actividad familiar echado en medio de la casa, con una sonrisa avergonzada pero agradecida por la piedad que mis padres le otorgaron.
Me leía con su voz ronca los cuentos de Grimm, mientras yo miraba encantada los dibujos de dragones y princesas, pero cuando sus enormes manos cerraban los libros, recostaba la cabeza y entrecerraba los ojos ahí empezaba lo bueno, contaba historias de verdad, que yo escuchaba hasta quedarme dormida.
Mi tío abuelo se llamaba Perú, heredero de un marquesado español del siglo XVII, vivió con su hermana, tías, primas y criados en la casa palacio de Bellavista, que más tarde se perdió junto con cualquier fortuna de la que pudieran haber gozado, por simple despilfarro y alegre locura.
Tías y primas eran señoritas pero viejas y pasaban los días festejando la vida con té inglés, siempre listas para las regatas del puerto . Mi abuela se casó con un caballero alemán para quien el palacio era una casa de muñecas. Tuvieron cuatro niños, el mayor era mi papá y Perú lo escogió como su sobrino favorito por simpático, gracioso y jodido y lo llamó “basurita” ya que siempre rompía el acicalamiento de marquesito y traía bichos como mascotas. Los chicos crecieron libres y correteando, dejando atrás a la institutriz, aprendiendo las cosas como venían, como por ejemplo enterarse que una tía no quiso levantarse más de la cama y empujaba la caca con los talones para que un empleado la recogiera en un balde, o escuchar que el antepasado capitán de la Guerra del Pacífico al no contar con botas para sus soldados les mandó pintar de blanco los pies y pantorrillas.
Una vez el obispo anunció su visita, y todos enredados en su vida alocada y con la economía adelgazada cayeron en cuenta que el regio jardín estaba seco, pusieron a los niños a pintar los troncos de verde colgándoles flores de papel, y fabricaron árboles con tablones viejos que los criados sostenían por detrás para dar una impresión primaveral. El obispo se quedó con la boca abierta pero se la cerraron con pastelillos y helados fiados traídos del centro de Lima.
La casa palacio se abandonó, los viejos murieron y los chicos se fueron. Mi tío Perú quedó solo y pobre. Después de su estadía en mi casa, sanó y se fue a vivir al Callao, a un cuarto que para entrar había que subir cuchucientos mil escalones.. Desde la puerta de calle se le veía esperando arriba, más alto que nunca, apoyado en un bastón, con la sonrisa más agradable he conocido y con los ojos más buenos del mundo. Yo ya había crecido un poquito pero todavía no alcanzaba a abrazarlo y él se doblaba lo suficiente para besarme la frente y preguntarme por mis libros. Me hubiera gustado seguir escuchando sus historias, pero poco después se murió.
Tiempo después, mi papá, alegre, jodido y escéptico, asistió a una sesión espiritista, y la tablilla de la ouija se movió letra por letra hasta saludarlo “hola basurita”. Cuando me lo contaron ni me sorprendió ni me asustó, más bien me reí y este se convirtió en uno de los mejores cuentos que he escuchado.