El rugido de la bestia
Por Carlos Llaza
Cuando Tomás despierta, Adela lo está observando sentadita al lado de la cama—aún en piyama. Lo está esperando para desayunar. Tomás empuja la sábana y la colcha con esfuerzo, estira los brazos, arquea la espalda y se levanta. Caminando de puntas, esquiva un camioncito con tres ruedas y una Barbie sin brazos. ‘Vamos,’ dice, y estira la mano.
Adelita se pone de pie, él sale del cuarto y ella lo sigue con pasitos rápidos; está contenta. Tomás entra al baño, se lava las manos y la cara. Aún no ha despertado del todo. No se mira en el espejo. Adelita lo espera en la puerta; sacude las rodillas y se muerde la uña del índice derecho sin decir una palabra.
Cuando Tomás sale del baño, van a la cocina. En la sala, desparramado en el sofá, está Juan Carlos, el padrastro. Tiene una botella vacía contra el pecho, el polo empapado de ron y también el pantalón mojado. El tipo apesta, duerme con la boca abierta y respira haciendo pausas que dan escalofríos: toma aire de manera profunda,
lo suspende por segundos interminables, para finalmente expulsarlo con un silbido agónico desde la garganta.
Adelita no quiere ver nada y ya sabe cómo: va mirando el suelo para no tropezar. El piso está cubierto de puchos, cajetillas de puchos, envolturas de papitas, y botellas—algunas vacías, otras con orina de Juan Carlos (cuando está muy borracho le da flojera caminar hasta el baño). Tomás levanta una media blanca del piso y la tira
hacia la boca del padrastro pero le da en el hombro. Sin cambiar la expresión de sus caras, los hermanitos entran a la cocina. En el refrigerador hay una botella de leche con un saldo de más o menos un dedo, un poco de pan de molde y también mantequilla—margarina. Quedan dos rodajas de pan, y una es la tapa, pero a Tomás no le importa; pone el pan en el microondas y después lo unta con la margarina—que es casi una piedra.
Desayuno en mano se van al cuarto de Flavia, la mamá, a ver la tele. Ponen dibujitos y comen. Tomás ríe cada tanto, Adelita no pronuncia palabra alguna. La cama de Flavia es grande y sólida, el edredón es gris y tiene adornos dorados, negros y plateados. Las paredes son color de rosa y tienen pegadas un par de páginas de
revistas. En un costado hay una mesita de plástico con un montón de frascos,maquillaje y un espejo—una suerte de tocador. Encima de la tele hay una foto de Flavia en bikini rojo.
Juan Carlos ronca cada vez más fuerte y cada vez desde más adentro; sus ruidos no son humanos ni animales, sino ajenos a este mundo, casi demoníacos. El volumen de la tele lo perturba, por lo que ronca más fuerte, los niños suben aun más el volumen, y así varias veces.
De pronto se oye la puerta y pasos descoordinados que se hacen cada vez más nítidos. Los hermanitos no se mueven, no se inmutan, hasta que aparece Flavia a los tumbos, con el maquillaje corrido y casi desnuda debajo de ese abrigo negro, abierto, y largo.
‘!Largo!’ saluda, y señala hacia fuera del cuarto. Tomás y Adelita se levantan sin siquiera mirarla y corren a la sala. Están fascinados por los rugidos infernales del padrastro. Adelita lo observa sin decir una sola palabra mientras Tomás busca otra media. Se oye a la mujer tirar la puerta, ponerle seguro y romper en llanto rabioso. En eso Juan Carlos abre los ojos y bosteza: ‘¿Ya está el desayuno?’