Recuerdos de arena
Por Carlos Rodríguez Taco
En los días del estío copio incansable el color de la arena mojada. Soy lo gris contra lo gris. El castillo derruido en pequeños puntos negros y blancos que se tuestan al sol para darle un poco de absolución a la pulcritud del mar. La marca desnuda en mi superficie es el recuerdo transitorio de mi condición de sirviente. Soy la base cambiante, la dura roca hecha añicos.
La frígida agua me adentra en la inmensidad para devolverme cada cierto tiempo al mundo del hombre. Aquel ser que nunca nota nada. Sobre mis pies descansa la vasta llanura de puntos salinos que se confunden con mi cuerpo disoluto. La fina arena que raspa y que hace arder la piel desnuda del hombre.
Mis manos acarician la aurora que trae consigo el viento del este. La brisa marina que moja mis dedos y que carcome de a pocos la dureza y la senectud de mi ombligo es un llamado al regreso. En mi cuerpo transitan pequeños cangrejos de mar que escarban sobre el pecho un agujero extenso para encontrar sangre hecha sal. Vierten en ella la vida y soy muchas veces testigo de la muerte. A veces me canso de ver aquello y entrego parte del pecho a la marea. Cuando ingreso a la frigidez, soy lo gris en medio de lo verde marino.
Por las noches, tendido en el lecho marino, acaricio la textura de la luna, me impongo sobre sus cráteres. El plateado tesón de mi alma se columpia en el remolino de la tormenta, rozo el miedo de una embarcación que colapsa sobre sus maderos. Le entrego la sal a su sed, oculto mi rostro, y me enfrento a la nimiedad. Lo fofo de mi ser es menos que nada.
El hombre descansa su espalda sobre mí, quema la mirra escarlata de su cuerpo, observa la inmensidad sin desmayarse por el disco solar. Lo admiro y lo detesto. Lo entiendo, aunque no soy un pensamiento. Lo enredo en el estío y el resto del año, cual coladera residual he aprendido a no esperar la nada. Espero la marea, el «muy, muy», las algas, algún pez encallado. El destino atrae al viento que rebota contra la pared de conchas marinas, este se yergue sobre mis hombros, allí donde el agua resbala, y gesticula su sabor en el cuerpo estático del desventurado caparazón yergo también mis dominios.
La época caliente lacera la desventura, soy receptáculo de pasos. La arena que se pierde por la embestida de las olas, el piso movible que aturde el sentido del hombre. La ubicación cambiante, la marea de arena inestable que se funde bajo la rompiente. Un corazón ebrio de puntos enigmáticos. La morada de sus pies. La masa para jugar a los barcos de arena.
Cuando el sol grita los perfiles de las cosas soy gris mezcla que se encuentra con otro cuerpo infinito. Me enfrío bajo la soledad de altamar, muevo el vacío, empiezo a perder la conciencia, oigo el ruido de los botes pesqueros, un caballito de mar carcome mis vestigios. Cardúmenes de lenguado, se enredan en la arena y los envuelvo. Golpean el fondo y evaporan mi pulcritud. Estoy hecho añicos.