El desvelo
Por Luis Humberto Moreno Córdova
La noche se termina y no puedo dormirme. He pasado horas revolviéndome en la cama, de un lado a otro, sin encontrar un punto llano donde relajarme; palpando el lugar vacío, donde aún puede sentirse el olor de su último descanso.
La habitación está apenas iluminada por el resplandor blanquecino del televisor, que al contrastar con la oscuridad le da a la cama un aspecto abisal. No me interesa nada en esa pantalla, solo aprieto el botón una y otra vez, saltando de canal en canal, mientras mis ojos escuecen y mi mente se agrieta pensando en ella, en el vacío que debe haber llenado en otra cama ahora que ha dejado este espacio imperfecto a mi diestra.
En la mesa de noche aún están las revistas de hogar que leía y marcaba, como si se tratara de textos sagrados, los catálogos de cunas y ambientes color rosa o celeste, y el vaso, ya seco, en el que tomaba agua antes de dormir. Conserva aún las marcas de sus labios en el borde.
Mi vaso se rompió al estrellarse en la puerta. La herida aún late en la planta de mi pie. Pisé uno de los pedazos esparcidos por al suelo al tratar de detenerla.
El canto de un mirlo llega desde el jardín, apenas un murmullo, un pequeño gorjeo que me advierte sobre la inminencia de la mañana y la dureza del prolongado desvelo. El cielo empieza a rasgarse, pintando la noche impecable con pequeños matices luminosos. La humedad se cuela por la ventana. Es aire fresco y agua, un olor salobre y marino que agita la cortina y entra en mis pulmones. Algo más invade el ambiente.
Apago el televisor y todo es silencio.
El mismo silencio que interrumpí hace horas, que no me deja dormir y trae el recuerdo de gritos interminables y violencia después de la cena y de un crujido que terminó llenando de ropa sus maletas vacías y tirando los recuerdos colgados en la pared de las escaleras, agravando los pormenores de una despedida inesperada.
Nuestras manos se habían enlazado una vez más, ya no con amor, sino con virulencia, como en el falso cuadro de Delacroix que colgaba en nuestra sala, sin que sepamos quien de los dos era el ángel. “Basta”, insistí, una y otra vez, sin que ella dejara de forcejear e insultarme.
Debí, hacer más. Decir que lo sentía, que sentía demasiado todas mis ausencias y mi palidez en esto que debimos labrar juntos; decir que sentía haberme rendido. Ella se hubiera sentado en el sofá que muchas veces fue punto medio entre nuestro deseo y la cama, escaleras arriba. Con las manos al rostro, secando sus lágrimas, me hubiera escuchado. “Lo siento, lo siento mucho”.
Mi mano trayéndola de vuelta, el hilillo almibarado de su perfume invadiendo nuestro pequeño espacio, las maletas golpeando el suelo y mi rostro afilado buscando con torpeza sus labios esquivos, mientras el roce de su pulgar sobre mi mano delata sus ganas de empezar de nuevo y el sofá no resulta suficiente para todo lo que necesitan decir nuestros cuerpos. Toda la violencia queda regada, cubierta por nuestras ropas.
Mis ojos se abren lentamente y todo es silencio. El olor a humedad es más fuerte. El trino insistente de unas avecillas se va mitigando. El silencio es de paz, es de muerte. Es un silencio bello. Y la mañana revela el vacío, ya no tan cruel, en la cama que alguna vez compartí a su lado.
El desvelo retoma su abrupto cauce, y ella queda atrapada en ese breve sueño, para siempre.