Un buen consejo
Wilson Alfredo Botton Guerrero
La mayoría de la gente, camina por la calle sin verse a los ojos. Lo primero que ven, es el tipo de ropa que llevamos puesta, y tal vez los zapatos. Parece que se preocupan más en la apariencia. Precisamente por esta razón, confiamos más en alguien bien vestido. Aquí en Lima, las apariencias pueden engañarnos fácilmente. Nunca sabremos cuándo nos quitarán la cartera o el celular. Tarde o temprano, tendremos que pasar por ese mal momento. Pues bien, imagínense que alguien camina hacia nosotros con la ropa sucia, no lleva nada en las manos, y trae puesta una gorra que le cubre los ojos. Además, camina muy rápido, o muy lento. Todas estas características, podrían ser las de alguien que está apunto de robarnos algo.
Mi madre nos enseñó a saludar a todo el mundo. Sobre todo, cuando entramos a lugares con mucha gente, o cuando caminamos por la calle. Supongo que ella buscaba estar en armonía con las personas. Sin embargo, esta acción de saludar causaba un efecto de admiración en ellas. Digo esto porque algunos sonreían sin contestar, otros contestaban de manera enérgica, y otros más, de manera amable. Todas estas personas tenían algo en común: “Por un momento, olvidaban lo que estuvieron haciendo, o estarían por hacer”… “Buena jugada viejita”.
Ella me dio un consejo, antes de viajar a la capital a estudiar: “Saluda a todo el mundo hijito”. Que lindas fueron sus palabras. Seguramente pensó que también yo estaría en armonía con la gente del instituto. Olvide decirle que el instituto era militar, y el saludo era obligatorio. Fui instruido en esto de saludar todos los días, a cualquier hora del día, durante los dos años que duró mi servicio militar.
En mis días libres, a veces iba al Parque de la Exposición, en el centro de Lima, a ver cómo esos peces de colores competían entre sí, para comer migajas de pan que arrojaban los visitantes al agua. También huía de los payasos vestidos de mujer, con enormes globos inflados debajo de la blusa y de la falda, que trataban de venderme golosinas. A veces, caminaba hasta la alameda Chabuca Granda a cenar anticuchos, y luego me acercaba a observar las ocurrencias de los cómicos ambulantes. Siempre llegaba tarde al santuario de Santa Rosa de Lima. Quería dejar un sobrecito con algunos favores para mi madre, ya que andaba un poco mal de salud. El día que logré depositar mi sobrecito en el “pozo de los milagros”, me enteré que mi madre estaba muy enferma. Me molestó la idea de creer en algo que no resultaba. Tal vez, lo hice muy tarde. Caminé varias cuadras hasta llegar a jirón de la Unión. Me detuve por un momento, y pensé que todo esto de los santos, la religión y las buenas costumbres, eran puras mentiras. Tanto así que dejé de saludar a quienes pasaban por mi lado. Me detuve en una esquina, decepcionado de todo lo que creía bueno para mí. Me convertí en quien la gente veía con desconfianza. Por aquella avenida, caminaba una señorita muy guapa. No parecía llevar prisa. Vestía traje de oficina, y llevaba un fólder bajo el brazo. Y sin ningún motivo, pasó por mi lado diciendo: “Buenos días caballero”. Más adelante, se detuvo frente a la pista, esperando la luz verde del semáforo. Me acerqué, y con algo de temor, le pregunté: “¿Eres un ángel?”. Ella volvió la mirada hacia mí, sonrió, y dijo que “Si”. Mientras se iba, sonó mi celular, y era mi madre: “¿Aló mamá?”, pregunté. Ella me respondió: “¡Buenos días hijito!”, “¡Ya estoy mejor!”.