Solventes
Santiago Arbaiza Mori
Sumidos en una especie de maldición generacional, los tres amigos vivían orgullosos de ese apodo: los solventes. Esa era la cantidad que siempre llevaban en los bolsillos: un sol con veinte céntimos. Lo exacto para el regreso a casa, al infortunio, al Egipto en el que les tocó vivir.
Pedro Solvente tenía la cita número 8 de la semana: todo un ritual al que se sometía como un crucificado de manera resignada cada inicio de año.
Cuando llegué al colegio recordé aquel cuento de Ribeyro, en el que un profesor tenía que ir a reemplazar a otro, pero al final no se atrevió a entrar y se quedó parado ahí, esperando, frustrado, con los pies de plomo de la mediocridad…
Y de nuevo. Frente a Pedro, un adulto, y con mayor rango que él. Pensaba que el mundo entero tenía mayor rango que él. Hasta que empezaron las preguntas de rigor:
- A ver, señor profesor, haga su presentación
- Mi nombre es, ejem, Pedro. Quisiera tener la oportunidad de laborar en su dignísima institución (chúpate esa, y con un poco de miel encima).
- Muy bien, evaluaremos su curriculum, y en el transcurso de la semana (o milenio) lo llamaremos.
De los tres, Juan Solvente era capaz de hacer reír hasta a su sombra. No había muchacha en el barrio que no haya accedido a sus cortejos. Creyó tener un trigésimo noveno primer amor con la nueva vecina, Susy.
Sabia que Susy era lo que jamás podría tener: exitosa, atractiva, arribista.
- Salgamos juntos. Has hecho los méritos suficientes para estar conmigo.
- …
- Cásate conmigo, Susy.
- …
- A mi lado nada te faltará (sobre todo hambre).
- Te mereces todos los puntos suspensivos del planeta.
Se los juro, muchachos, se derrite por mí. Ya verán que deja a ese chanconcito universitario con carro con el que sale, se los juro, muchachos, no me miren así, se los juro, muchachos…
Sebastián Solvente fue producto de un victorioso parto invertido: “tendrá suerte en la vida: nació de pie”, decían las tías solteronas.
No se equivocaron. Era la segunda vez en la semana que no le cobraban pasaje. Debía llegar temprano a su trabajo: el más elegante restaurante de la peor zona de Lima.
“Pedro y Juan tenían razón. Ahorraré cinco años y pondré mi chifa en la esquina de la cuadra, palabra”.
Cada jueves, los tres amigos se encontraban en una mesa del paupérrimo restaurante y los húmeros se ponían a la mala; charlaban de todo un poco: el último gol de Pizarro, la política sucia y turbia, los trabajos que casi consiguieron.
- Te lo digo, Pedrito, ya conseguirás algo en algún colegio particular. Anda tráete la comida, antes que hable con tu jefe.
- Deben haber muchas profesoras solteras en esos colegios. Muchachos, les juro que Susy…
- Dejará a su novio por ti…
- Tráete el refresco de cortesía, que yo invito.
El hecho fue portada de todos los diarios y los noticieros nacionales. Los reportes periodísticos dieron versiones distintas: un marido celoso, una mafia internacional, un confuso y fallido intento de asalto…todas versiones hipotéticas de lo que ocurrió: una feroz ráfaga de metralleta que cegó la vida de tres jóvenes congregados a la mesa de un restaurante. Ninguno llevaba documentos de identidad; para la policía, hubo un hecho curioso, y hasta anecdótico: en los bolsillos de los pantalones de cada joven solo encontraron unas monedas en los bolsillos, la misma irrisoria cantidad, como un secreto pacto prolongado al otro mundo; eso solo alcanza para el pasaje, comentó un policía encargado del caso…