Mi profesor Miguel
Por Richard Rodríguez Revollar
Mi colegio no tenía el nombre de un fiero héroe de la guerra de independencia; tampoco el de algún santo milagroso de la iglesia católica. Mi colegio era simple y sencillamente la escuela pública fiscal 2049 de Trapiche. Tenía un solo piso levantado con quincha y adobe, pero dos patios enormes con una hilera de caños dorados a los que los niños trepábamos para tomar agua cruda en el recreo.
Hoy le guardo un gran afecto a ese colegio, y también el máximo cariño al que fue mi profesor, Miguel Morales, que en los años que recuerdo ya era un viejecito cano, dobladito al caminar, tan tiernecito que parecía un pajarito, con una vocecita que apenas se escuchaba porque más ruido hacía el viento que se colaba en nuestra humilde aula sin vidrios. Pero aun así, el viejecito nos maravillaba con cuentos que no leía, sino que inventaba, y donde hacía aparecer, tras montañas mágicas, pumas, cóndores y alpacas.
Me acuerdo claramente de sus historias inverosímiles que, en ese entonces, me creía por completo. Recuerdo también cuando nos hacía cortar en pedacitos un papel de colores para hacer bolitas que pegábamos sobre un dibujo grabado en una cartulina. Aún guardo en mi memoria los juegos de niños que a él le provocaban una risita larga que le hacía estirar por completo sus labios delgadísimos. Pero me acuerdo también que de vez en cuando, perturbada su paz, se ponía severo y golpeaba con un palo en la palma de la mano a los más gamberros y a quienes no cumplían las tareas.
Cuando llegó la gran huelga de los profesores, que en mi pueblo es un hecho histórico por su conmoción, dejamos de ver por cualquier lado al profesor. Supimos después que, lo que pasó, es que éste se plegó a la lucha sin temor alguno. Y ha debido de estar el viejecito, pese a ser enclenque, entre los más bravos de la revolución, porque una noche la policía le cayó en su casa, quemó sus libros, y se lo llevó a prisión mientras lo molía a palos.
Yo no tenía ni ocho años cuando aprendí que a los hombres buenos también los meten a la cárcel. Nos quedamos sin maestro; y aunque la mayoría de chiquillos lo olvidó rápidamente, yo viví extrañándolo. Lo cierto es que fueron cuatro años los que no contamos para nada con él, cuando de pronto, una mañana, el grito de una niña rompió la cola que hacíamos en la escuela para recibir nuestro vaso de avena con pan solo que regalaba el Gobierno a los muertos de hambre. La niña fue la primera en ver al profesor Miguel, que había regresado.
Junto a un grupo de niños corrimos, con todas las energías con que fuimos capaces, a su encuentro. Cruzamos el patio de tierra, esquivamos a los jugadores de pelota, casi tumbamos a una profesora amargada y solterona, hasta llegar a la puerta de la escuela que el profesor apenas terminaba de cruzar. Y él ya nos esperaba allí, con su risita blanca y amorosa, y con los brazos como alitas extendidas al máximo para ver si lograba acurrucar a todos.
Nos habló como si no hubiera pasado más de un día desde su partida, nos miró contento todavía un rato más, hasta que coronó mi alegría cuando me revolvió el cabello y, reconociéndome, me saludó llamándome por mi nombre. Durante varios minutos nada pudo separarme de su pecho. Lo abracé con toda mi fuerza, como abrazan los hijos al padre que vuelve. Y fue ese, sin ninguna duda, el recuerdo más feliz que tengo del colegio.