Los castillos
Por José Luis Aliaga Pereira
Para el niño, la fiesta comenzaba con el estallido del primer cohete.
¡Uiishshsh… pum! —sonaba, y el chico corría a la esquina de la calle y, emocionado, preguntaba a sus amigos:
—¿Escucharon el “cuete”?.
—¡Sííí…! —respondían todos.
Cruzando la calle, a cincuenta metros de la esquina, en la casona de la señora Nieves, tirados por sus alares y en aparente desorden, se hallaban las envolturas, los cordeles, la pólvora y demás cachivaches, que los pirotécnicos manejaban seguros y en silencio.
El niño y su madre vivían en la casa del padre. Era una casucha pobre y el padre andaba lejos pero la madre no le decía dónde. El chico lo recordaba, era un hombre corpulento, fuerte, de pelo crespo y de manos gruesas y tibias. Pero todos estos recuerdos se olvidaban cuando se hallaba entre cohetes.
Ese era su tema de conversación y ya no extrañaba el pan en los desayunos, ni se quejaba del hambre en los almuerzos.
—Son más de cinco mamá —gritaba el chiquillo—, dicen que son de Arequipa, tienen las manos negras y fuman sin miedo, al “costau” de la pólvora.
Un día, el niño, apareció con un cohete quemado y ya era un pirotécnico de primera que había llegado de Lima, de Arequipa y hasta del Japón.
—Estas llegando muy tarde —le reprochaba la madre.
El niño hacía de oídos sordos y llenaba la casa de castillos de once cuerpos, de guerras con Chile, de palomas que llegaban hasta la Luna y ¡uishshsh… pum!, ¡uishshsh… pum! y ¡uishshsh…pum!
—¡Uiishsh…! —gritaba; y si no había ¡pum!, ¡era un cohete de luces de colores!
—¡Shag, shag, shag…! y más rápido; ¡Shag, shag, shag, shag! Las ruedas daban vueltas en sus brazos y sus luces blancas iluminaban sus noches haciéndolo vivir la fiesta anticipada.
Como ya sabía leer, en voz alta, deletreaba el programa de la fiesta, que los mayordomos repartieron por el pueblo: “… trece de mayo, cuatro de la tarde: desfile de vistosos juegos artificiales por las principales calles de la ciudad, acompañados por la banda de músicos…”.
El ansiado día llegó, y el niño esperaba desde muy temprano en el portón de la casa donde trabajaban los pirotécnicos.
El ajetreo era notorio. Los mayordomos daban órdenes y movían cabeza y cuello, de un lado a otro, por la incomodidad del nudo de sus corbatas. Los pirotécnicos sacaban los carrizos a la calle en forma de rectángulos, y diversas figuras geométricas.
La madre del niño también había salido a la calle, llamada por la curiosidad, ante el alboroto y la música.
Los hijos de los mayordomos iniciaban el desfile sosteniendo las piezas más pequeñas de los “castillos”. Sus padres iban detrás, con las piezas más grandes. La banda de músicos tocó una hermosa marinera y la comitiva avanzó.
Más tarde, el niño, al ver a su madre cerca, abrazándola, le habló como si estaría recitando un poema:
—¡Qué bonitos son los “castillos” mamá! Cuando sea grande, ¡yo también seré mayordomo!
La madre pensó en el esposo, en el padre del niño; en el pueblo ya no se podía vivir, hace tiempo que partió en busca de trabajo, ¿y esta fiesta? —se preguntó.
Ya en la Plaza de Armas, las autoridades y los señores mayordomos, zapateaban la “fuga” de un huayno alrededor del “castillo” más grande; el de once “cuerpos”, valorizado en miles de dólares.
El niño, con sus pies descalzos, corría alegre.
En las mesas de las chinganas las cervezas se veían formadas como soldados de un pequeño ejército; y los cuyes, en los cordeles, lucían sonrientes, calatos y con el guashatullo roto.