Azul grisáceo
Por Eillsa María Soldevla Pacheco
Bajo el sol intenso del verano, salieron como un grupo compacto hacia la calle que bajaba paralela al mar. El ruido de las aves era menos intenso que en las mañanas y a la distancia podían observar un grupo de tráileres contenedores estacionados en fila. Debía representar un extraño conjunto: ella era la única chica, flanqueada por un grupo de varones, dos a cada lado. A pesar de la hora, ya tenían las rodillas sucias y el cabello enmarañado.
El uniforme de la escuela todavía estaba limpio. Es decir, podían notarse los colores originales y la sombra de la mugre era apenas visible. Su objetivo era, justamente, cambiar eso. Obtener el desastre de la ropa embarrada. Las charcas a un lado de las chacras abandonadas ya estaban a la vista. El lodo parecía ser un cerco mejor que los alambres.
–Vayamos a ver el mar, exclamó Sebastián, animado, mientras corría de primero al cúmulo fangoso salpicando todo a su alrededor. -Esta cerquita.
El resto le alcanzó al instante. Sebastián pagó caro el atrevimiento de sugerir algo más en medio de un duelo de barro. La excitación se desató en un suspiro y todos enloquecieron en el fragor de la batalla en la charca. Estando ya hasta las rodillas en el lodo, ella empezó a lanzar porciones de barro fétido hacia las caras de sus compañeros. Estos las recibieron de buena gana, pero cobraron venganza contra ella en un abusivo cuatro contra uno. Las risas eran igual de abundantes que el fango.
Las mochilas estaban tiradas a un lado sin nadie que les prestara atención y la calle estaba desierta. Nadie más que ellos salía por la puerta trasera del colegio. Tenían todo aquel paisaje casi exclusivamente apartado. Solo los contenedores varados eran testigos de su juego privado.
Luego de un tiro espectacular por parte de Kevin, los ánimos empezaron a calmarse. Todos parecían haber asimilado de a pocos el mensaje de Sebastián. “¡Vayamos a ver el mar!”, el grito en sus corazones parecía ser uno sólo. Se miraron con ojos brillantes, tomaron sus mochilas mugrientas con sus manos aún más mugrientas y echaron carrerilla hasta “el borde”.
El acantilado era alto, ruidoso y fragante. La brisa, cargada de sal, les golpeó el rostro, purificándolos. La tarde apenas empezaba y parecía como si no sólo el día sino también el futuro fuese prometedor ¿Quién podría contradecirles? Eran un grupo de niños empoderados con la energía de sus ideales. Se acercaron “al borde”, vigilando que nadie los viera, y se tendieron con los pies en el aire. Dos a izquierda, dos a la derecha de ella, con las mochilas en fila en cada una de sus espaldas.
–Nada volverá a ser lo mismo.
La voz de Daniel sonó algo triste. Pero era solamente el eco de los otros. Crecerían, se separarían. Quizá alguno cruzase ese amplio e interminable charco azul grisáceo en un barco de ensueño. Nada podían decir, nada podría impedir eso. Ni siquiera ellos mismos.
–Es gracioso cuando te das cuenta que un momento está a punto de convertirse en recuerdo –señaló Mathías.
Los cinco se quedaron mirando en silencio el mar; grababan a fuego en su mente, ese retazo de su frágil memoria. Se querían, se amaban, se soportaban pero se separarían. No había dudas.
–Brindemos entonces –sugirió ella con extraña alegría–, brindemos por este tiempo, antes de que se vaya y tengamos que recordarlo con otros para mitigar la nostalgia.
Alzaron sus copas imaginarias al unísono.
–Por Peter Pan –gritaron enardecidos–. Por él y sus singulares amigos. Por Sebastián, Kevin, Daniel, Mathías… ¡Y Eliza!