Aclaración
Por Rodrigo González Rubio
Yo no quería matarla, pero ella me lo suplicó.
Era una chica dulce y gentil. Su rostro parecía una perla, hermosa y pálida. Sus labios invitaban al beso y cada vez que los recuerdo me los imagino siempre temblorosos y balbuceantes. Sus ojos eran dos luceros azul-turquesa y cada vez que quería abrazarla o tenerla cerca de mí, ella los abría desmesuradamente.
Pero todo cambió aquella noche.
Llegué a casa a eso de las ocho de la noche. Encontré como siempre la mesa servida y a ella de pie junto a mi sitio, lista para acomodarme la silla, como debe ser. Un detalle precioso de su parte consistía en bajar la mirada hacia la mesa, fijándose en que ningún detalle se le haya pasado. Tampoco me miraba a los ojos y lo entiendo bien; los suyos eran demasiado tiernos y me producían una sensación muy fuerte.
Me senté a la mesa y ella se sentó a mi lado, como debe ser.
Estaba a punto de tomar la primera cucharada de sopa, cuando descubrí un pelo flotando en ella. Un cabello tan suave y lustroso no podía ser de otra que mi adorada esposa. Entonces quise captar su atención, tocándole suavemente la frente, pero cayó de espaldas al piso chorreándose la sopa sobre su larga falda de bobitos. Yo me paré inmediatamente para ayudarla, pero ella hizo lo de siempre: se puso en posición de feto, sin moverse mas que para temblar. Preocupado por que esa inmovilidad se debiera a alguna fuerza oculta en el piso, quise despegarla empujándola con el pie, pero no se movía. Hasta que al fin la vencí.
Ella se incorporó, tambaleándose y cogiéndose el estómago. Pensé: “pobrecita, se ha quemado en la guatita” y la seguí para ver que tenía. Llorando por el dolor de la quemadura, buscaba un lugar donde apoyarse. Desgraciadamente se apoyó en la lámpara de piso, con tan mala suerte que botó el aparato y cayó de bruces, reventando en mil pedazos con su cabeza la linda mesa de cristal que tanto trabajo me había costado robar.
Y ahí estaba ella, sobre un charco de sangre que hacía una bonita combinación con su larga falda de bobitos, pero con sus piernas dispuestas de una forma poco estética. Así que se las puse una paralela a la otra, como debe ser. Me incliné sobre ella para tocarle su cabeza ensangrentada, mientras le sobaba el estómago para que se alivie un poco, pero ella sólo regurgitaba el líquido rojo de una manera que me pareció de muy mal gusto y se lo hice saber alzando un poco la voz porque tenía sangre hasta en las orejas y no podía oírme bien.
En ese momento, ocurrió algo maravilloso. Por algún milagro realizado por Nuestro Señor que está en lo alto, pude oír lo que quería decirme entre balbuceos: quería que la mate.
Me imploraba, me suplicaba que la mate. Que acabe de una vez con broche de oro una puesta en escena tan bien estructurada; que el público lo pedía; que todos aquellos que llegaran a leer esta historia impresa lo pedirían como un final lógico, esperado, necesario y sobre todo, vendedor.
Yo no pude oponer mis ideas a una lógica tan contundente, y con un sólo giro de muñeca le partí el cuello.
Hoy guardo por ella una gran admiración y aprovechando que mi vida pronto se mudará de esta habitación de barras, me llevaré su recuerdo como inspiración para buscar una nueva compañera con quien pueda volver a sentirla cerca. Así es como debe ser.
Año veinte y diez días, por la tarde.