El epílogo de Felipe
La primera imagen que vino a la mente de Felipe fue cuando tenía dos o tres años. Su mamá lo cargaba y le cantaba una canción de navidad, mientras él lloraba desconsolado. ¿Por qué esta imagen?, se preguntó. Era tan vívido que le pareció imposible que recordara algo así. No supo decir si era la primera vez que recordaba ese momento o ya lo había visto antes.
La siguiente imagen era de él camino a la escuela: su primera pelea, sus primeras alegrías, sus primeros amigos, el primer amor platónico. Hermosos recuerdos de una etapa de inocencia pura, donde lo bueno y lo malo sólo son parte de las ficciones que uno lee o ve. Las idílicas fantasías que pronto el adulto se empeña en destruir, como una forma de venganza porque él también pasó por lo mismo.
De pronto aparece la imagen de Felipe en el colegio: las primeras riñas con sus padres, el primer amor, los primeros amigos de verdad, las primeras fiestas sin la compañía de sus padres. Etapa difícil para cualquier padre, la mejor etapa que Felipe haya recordado vivir. En ese instante daría todo por revivir cinco minutos más de aquellos momentos. Ahora acostado en su cama, una lágrima, ajena a todo, recorre su frío rostro.
La imagen cambia, ahora está en la universidad: derrotas y victorias, tristeza y alegrías, amigos y rivales. El primer gran tropezón en su vida: las drogas. Más lágrimas mojan la blanca almohada de su cama. El momento donde comenzó todo, si Dios le permitiera volver al pasado, cambiaría esa parte oscura de su vida. Pero eso va ser imposible. Ahora llora de amargura, siente una mezcla de impotencia y desesperación. La imagen de sus padres, hasta las lágrimas —por primera vez había visto llorar a su papá—, pidiéndole que cambie esa vida. El total apoyo de ellos: comenzarían de nuevo. Pero ya era tarde, cuando el cáncer está ramificado hay probabilidades casi nulas de salir vivo.
La cárcel: etapa de su vida tan negra como una noche sin luna. Cinco años que quisiera olvidar, pero no es tan fácil lograrlo. Si hay algo bonito que puede recordar de todo ese tiempo es que sus padres nunca lo abandonaron, siempre estuvieron con él. Siempre serás mí hijo y nunca te dejaré de querer, le había dicho alguna vez su padre. El corazón se le retorcía al ver el sufrimiento en los ojos, ya cansados, de sus progenitores. Cuantas noches en vela, cuanto sufrimiento.
Luego su mente le ofrece las imágenes de su recaída, su ingreso a la mafia. Sus padres ya no estaban con él, la vida ya les había cobrado una factura muy cara. La venta de drogas, las peleas callejeras, su reinvención a Felipe “El Despiadado”, las frías tardes de invierno esperando a su próxima víctima, lograr acariciar el poder gracias a un arma, tocar el piso por alguien más fuerte que él.
Finalmente las imágenes se esfuman, tan rápido como aparecieron. Felipe está acostado en su cama sin poder moverse, un reflejo de luz se filtra por sus raídas cortinas. Por un instante cree que todo ha sido un sueño, pero realmente su mente se ha alejado de ese lugar por unos segundos. Entonces vuelve a ver al hombre parado a un costado de su cama, tiene la mirada fría.
—¿Algo que quieras decir? —El hombre le pregunta con una voz tan fría como su mirada.
—¿Va ser rápido? —repregunta Felipe.
—Si colaboras morirás al instante. —Aprieta el martillo del arma.
Felipe cierra los ojos y espera el epílogo de su vida.