El metal como identidad: una interpretación
El siguiente texto está fundamentado en la lectura de básicamente otros tres textos, Heavy Metal and its Culture, de Deena Weinstein; El Origen de los Fundamentalismos, de Karen Armstrong, y La Ética de la Autenticidad, de Charles Taylor, y pretende ser una pequeña contribución a la reflexión sobre el metal. Es una versión resumida de un texto mayor, no apto para este tipo de blog.
Weinstein, en su conocido estudio, señala que los principales detractores del heavy metal se agrupaban en dos principales frentes: los críticos musicales progresistas de izquierda y la derecha cristiana conservadora. Los primeros son el arquetipo del intelectual laico, universitarios agnósticos mayormente de la clase media, con una sólida formación en crítica de la cultura a través de alguna carrera liberal, habitualmente literatura. Imbuidos de teoría marxista y fascinados con la contracultura hippie de los 60, admiradores de la postura iconoclasta del punk y ávidos de nuevos sonidos y de la innovación por sí misma. A ellos el metal les parece, con pocas excepciones, una forma musical evasionista y estérilmente agresiva. Acostumbrados a interpretar toda corriente artística desde una perspectiva social, el metal no podía ser sino una ilusión desgarbada de la sociedad de consumo. Mientras que los segundos, los conservadores, situados en el lado opuesto del espectro ideológico, y que suelen ser tradicionalistas, defensivos y muy religiosos, criticaban al metal por el peligro moral que creían encontrar en toda la cultura juvenil contemporánea. El metal era visto como una estrategia satánica, literalmente, del príncipe de las tinieblas para reclutar a la juventud de América y desviarla de su (para ellos) providencial rol en la historia. Weinstein sostiene que ambos grupos atacan al metal desde perspectivas inadecuadas, el metal es ante todo un género musical y la crítica debería ser en primer término de ese tipo. Ambos grupos, antagónicos en todo lo demás, coinciden en su rechazo al heavy metal, pero ignorando su naturaleza musical.
Creo que Weinstein no reconoce algo que ambas perspectivas sí están reconociendo, ven al metal como algo más que un género musical. Aunque la realidad primaria del metal es la música y de esta se ha derivado todo lo demás, hace décadas que el metal dejó de ser solo un género musical. Es cierto que millones de personas mantienen su interés en el metal solo en su plano sonoro. Pero esto no sucede con otros millones de personas para quienes el metal es el núcleo (o parte importante de este núcleo) de su identidad personal. Estos son quienes se llaman propiamente headbangers o en nuestro medio, metaleros.
Karem Armstrong, en su clásico estudio sobre El origen de los fundamentalismos, señala que en toda cultura existen dos racionalidades. La primera es la mítica que es atemporal y que provee de sentido a los actos y sucesos de la vida, no importa cuán absurdos sean, a esta racionalidad corresponden, la mística, la metafísica y las religiones, por mencionar sus expresiones más destacadas. La otra racionalidad es la técnica, la que nos dice cuales métodos son más efectivos para desarrollar tareas y llevarlas a término de manera eficiente, la que nos conduce a entender cómo se produce materialmente y lógicamente un fenómeno cualquiera, esta racionalidad es ampliamente útil en el mundo práctica, pero nunca nos provee de un sentido, nunca es un por qué sino un cómo y se expresa en la ciencia y tecnologías modernas, aunque está presente en todo nivel técnico por muy primario que este sea. Desde el comienzo de la Modernidad (Renacimiento), en la cultura occidental, el razonamiento mítico, muy poderoso hasta entonces comenzó a hacer agua y a hundirse, ante el éxito arrollador de la razón técnica que fue invadiendo todos los campos. El mayor logro de este cambio fue que la vida progresó materialmente y fue posible desterrar formas opresoras de existencia basadas en mitos y leyendas ancestrales pero que entronizaban diferentes formas de desigualdad. El aspecto negativo de este cambio fue que se perdió en gran medida la dimensión que otorga sentido a la vida. Se perdió la suma de referentes que permitían entender el cosmos, usualmente residentes en la mística, la metafísica y la fe religiosa y es por ello que el arte pasa en la modernidad de su dimensión decorativa a una en la que se empieza a depositar el sentido de la realidad. Es esa dinámica la que explica por qué el metal (y algunas otras expresiones también) se transforman en cultura y empieza a ser “seguidas” por miles de personas en el mundo como algo mayor que simplemente su música favorita.
Podríamos citar cientos de temas, títulos y portadas en los que se nota que el metal se convierte en una suerte de norte de una brújula existencial. Manowar, Saxon, Judas Priest, Whiplash, Exodus, Dekapitator, Rocka Rollas y el más largo de los etcéteras han dado testimonio de la trascendencia cultural e identitaria del metal. Esta poderosa adscripción al género, que alcanza facetas fundamentalistas e integristas entre sus seguidores fue eficazmente reconocida por sus detractores. Desde el ethos progresista de los críticos de rock, el cambio es un valor en sí mismo. Todo estadio cultural es una etapa evolutiva para alcanzar otro nuevo (dialéctica marxista), en el metal, la fidelidad al sonido original y la no aceptación de cualquier cambio por parte de los seguidores y sobre todo, el caso que le hacen los artistas del género, les resultaba chocante. Además de que las características que buscan en la música parecían tenerle sin cuidado a los compositores del metal, quienes parecen trabajar casi al margen de las corrientes artísticas dominantes (esto no es cierto en sí, es una malinterpretación de estos críticos).
En el otro frente de guerra, el uso de figuras icónicas relacionadas con el demonio, la fascinación por los aspectos más ocultos de la psique humana, de sus facetas autodestructivas, agresivas, sus fobias, normalmente enterradas en el inconsciente, su constante tendencia a la evocación de la muerte, su énfasis en las figuras del poder, colocaron al metal pronto en la mira de las asociaciones conservadoras en los Estados Unidos. Recordemos que estos grupos suelen ser integrados por cristianos fundamentalistas que hacen una interpretación literal de la Biblia y para quienes Dios es un ser consciente, no un principio que yace dentro del hombre, y que el diablo es otro ser real, ambos habitando en lugares reales llamados cielo e infierno. Para estas personas no hay metáfora alguna en la Biblia y la Creación, el diluvio, la inmaculada concepción no son símbolos místicos que deben servir al creyente para darle sentido a su vida, sino verdaderas descripciones objetivas de la realidad con valor histórico. Para estas personas, la metaforicidad y simbolismo del metal, que son símbolos en cierto sentido místicos que sirven de guía al headbanger para enfrentarse al mundo, son solo una expresión literal de nuestra supuesta maldad que debe ser frenada. Ciegos a su propia tradición, simbólica no reconocen las creaciones de ese orden en otras comunidades, tal como alguna vez cantó Heathen.
Ambos sin embargo han acertado en algo, el metal es más que música y millones de headbangers lo sabemos. El metal es una identidad. En un mundo inseguro y lleno de avatares. En un mundo en el que millones de personas se han modernizado y laicizado irreversiblemente, el sentido de lo trascendente adopta nuevas formas. No hay nada de ilegítimo en esto. La tarea de dar sentido a la vida es la más digna de las tareas personales. Las religiones cumplían, y para muchos aún cumplen, dicha función. Pero para otros esto ya no es posible. El metal convertido en cultura e identidad es un vehículo de sentido. Esta música y su forma de expresar la vida, de manera harto variada en sus diferentes estilos, es el camino que millones hemos encontrado como una forma de resistencia pero también de plenitud, rebelión y felicidad, una base para una vida auténtica, que no necesariamente niega otras. Un mythos moderno que sirve de pauta trascendente en la realidad pragmática de los medios y fines.