En enero de 1994, por el aniversario 459 de Lima, se exhibió en el local de la Biblioteca Nacional, en la avenida Abancay, una serie de documentos de todo tipo, desde el manuscrito original de un libro coral gregoriano de 1763, pasando por el original de la primera ópera americana de 1701, hasta una “carta de relación” única: la que daba cuenta del terremoto de Lima de 1746.
Dicha carta debe haber sido una de las primeras narraciones históricas del funesto hecho y el primer antecedente del periodismo en esos años. Era una obra maestra de la descripción detallada de lo que se vivió en Lima y el norte chico, las zonas más afectadas por el terrible sismo colonial.
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En su estudio “El terremoto de 1746 de Lima: el modelo colonial, el desarrollo urbano y los peligros naturales” (1997), el investigador Anthony Oliver-Smith indicó que Lima tenía poco antes de sufrir el sismo de ese año, una población estimada en 60 mil habitantes. Estos residían en unas tres mil casas, aproximadamente, todas dentro del área que rodeaba las murallas de la capital.
El gran terremoto del 28 de octubre de 1746, con epicentro frente a la costa limeña, ocurrió en tiempos del virrey José Antonio Manso de Velasco (1745-1761), conocido como Conde de Superunda, quien luego sería llamado “el vencedor de los elementos”.
Eran las 10 y 30 de la noche, y la ciudad colonial que era Lima empezaba a descansar, cuando durante casi 4 minutos la tierra tembló sin misericordia. Templos, iglesias, casas, locales en general se sacudieron sin cesar y no tardaron en colapsar. Oliver-Smith citó la memoria del Marqués de Obando, quien estaba cenando en ese instante. Según él, el sismo empezó con un movimiento leve “con poco y sutil ruido”, pero que cambió en segundos a un movimiento frenético que remeció los edificios y la tierra parecía abrirse, contaba el marqués. La gente no podía mantenerse en pie.
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En la oscuridad reinante de las 10 y 30 de la noche, uno puede imaginar la destrucción en cada cuadra y manzana; los gritos y pedidos de auxilio no cesaron durante toda la madrugada. Todo ello generó un cuadro tenebroso en que los limeños y chalacos parecían abandonados a su suerte.
El sismo del 28 de octubre de 1746 fue de 8.4 en la escala de Richter (otros cálculos llegan a 8.8 en la misma escala, como dice el doctor Hernando Tavera, presidente del IGP). Para que se tenga una idea concreta del desastre, debe indicarse que, de las 3 mil casas que había en Lima, solo quedaron en pie 25 que luego fueron demolidas. Solo a la mañana siguiente, los vecinos pudieron ver la ciudad destruida, hecha añicos.
Sobre el número de víctimas mortales, las cifras difieren: unos calcularon en 10 mil las personas fallecidas; pero el “relato oficial”, señaló Oliver-Smith, dijo que el terremoto dejó solo 1.141 muertos. Más allá de estos extremos, ha habido versiones más centradas que indicaron que los fallecidos habrían llegado a las 6 mil personas, esto es, el 10% de la población de Lima. También hubo muchos heridos con fracturas de todo tipo. La razón fue el derrumbe total de los inmuebles, hechos con adobe y quincha.
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Los testimonios redundaron en extraños ruidos que emergían desde la misma tierra. Fue una tremenda energía liberada que hizo estragos físicos y marcó la psicología del limeño colonial. Y es que ver caer grandes iglesias, bellos palacios, hospitales, la propia Universidad de San Marcos y el Tribunal del Santo Oficio, todo eso afectó el ánimo capitalino.
Como si el azote de la tierra no hubiera sido suficiente, otro peligro cayó sobre la gente de Lima y especialmente el Callao. Treinta minutos después del sismo, un maremoto se aproximó al Callao y se llevó de encuentro lo poco que aún estaba en pie. Las olas fueron muy elevadas y se deslizaron con una fuerza incontrolable.
El 18 de agosto de 2007, luego del sismo de Pisco e Ica, el doctor Ronald Woodman, entonces presidente del IGP, dijo a El Comercio que, aparte de destruir Lima, el sismo de 1746 “produjo un tsunami que el Callao sufrió. El mar se levantó como si fuera una marea muy rápida, 7 metros más alto que su tamaño normal. Inundó todo el Callao rápidamente y todos sus habitantes perecieron”.
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El maremoto llegó a destruir casi todos los barcos y botes que estaban anclados en el terminal chalaco. De 23 naves solo se salvaron de la destrucción cuatro de ellas. El tsunami avanzó tierra adentro un poco más de 5 kilómetros. Por momentos, parecía que esa masa de agua quería llegar al centro de la ciudad, y muchos salieron de ella rumbo a los cerros del este con el temor de la catástrofe total. Además, la falta de agua, alimentos y una inevitable proliferación de epidemias, convirtieron a la capital en una zona de desastre total.
Pero, no solo fue Lima cuadrada y el puerto del Callao los que sufrieron. El “sismo de la centuria” afectó también a todo el norte de Lima (norte chico): Chancay, Huara, Barranca, Supe y Pativilca quedaron tan dañados como Lima. En tanto, al sur, en Cañete, los efectos fueron menos violentos; lo mismo en Ica y en las zonas de la costa arequipeña.
Durante los siguientes cinco meses, pasando las fiestas navideñas y todo el verano de 1747, la tierra de la costa central del Perú no dejó de estremecerse. Los cientos de temblores fueron continuos. Hasta que en marzo de 1747 fue menguando, poco a poco, devolviendo una relativa paz a los sufridos limeños, quienes debieron enfrentar no solo una lenta reconstrucción sino también encarar los males sociales derivados de la situación como la delincuencia, la escasez y la corrupción colonial.
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Cuenta el historiador Rubén Vargas Ugarte en su libro “Historia de la Iglesia en el Perú (tomo III)”, que la imagen del Señor de los Milagros salió por primera vez en Lima en “procesión de rogativa”, a raíz del sismo anterior a este, es decir, el del 20 de octubre de 1687. Sin embargo, no era aún parte de la tradición religiosa que la imagen del Cristo Moreno saliera en marcha anualmente.
Tras el terremoto del 28 de octubre de 1746 (hace 275 años) no solo se confirmó el temor limeño por los sismos en octubre y su vínculo con la venerada imagen, sino que al año siguiente, el 28 de octubre de 1747, la procesión del Señor de los Milagros, acompañada de una multitud vestida de penitente, empezó su tradición.
Esa salida duró cinco días, y desde entonces la procesión anual en octubre se convirtió en una costumbre y parte indisoluble de la veneración al Cristo Moreno.
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En 1759, el gran filósofo francés Voltaire, con el seudónimo de “Monsieur le docteur Ralph”, publicó el libro “Cándido o el optimismo”, una novela filosófica, en cuyo capítulo V se refirió al terremoto de Lima de 1746. Noventa años después, en un aviso breve del 19 de setiembre de 1849, El Comercio promocionaba un drama en cuatro actos y un prólogo titulado: “El terremoto de Lima en 1746″.
Pero no todo fue arte y filosofía tras el megasismo colonial, también hubo denuncias de corrupción, como lo señaló el historiador Carlos Contreras (El Comercio, 13/05/2017): en la reconstrucción de Lima colonial post sismo, “el limeño Pablo de Olavide fue acusado de malversaciones en la tragedia de 1746. Entonces Olavide se marchó a España apenas pudo, donde hizo una carrera exitosa”.
No hay dudas de que las tragedias humanas traen consigo lo mejor y peor del sentimiento humano.
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