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“He liberado a la sociedad de una lacra… de un mal elemento”, exclamó Mario Poggi Estremadoyro ante la Policía, luego de haber estrangulado con una correa al presunto descuartizador de Lima, Ángel Díaz Balbín (ADB), quien al parecer se hallaba dopado o hipnotizado por el psicólogo. El luctuoso hecho aconteció la noche del doming 9 de febrero de 1986. Poggi había estado con el sospechoso dos días, a solas, con la venia de la Policía de Investigaciones del Perú (PIP), en un local en el Centro de Lima. Nadie imaginó lo que finalmente ocurriría.
Mario Poggi decía que era psicólogo, y mostraba a todos sus títulos en una universidad belga. Pero el Colegio de Psicólogos del Perú advirtió -desde un inicio- que Poggi no pertenecía a dicho colegio profesional y, por lo tanto, no debía ejercer la especialidad en el país. Cabía, entonces, una pregunta: ¿cómo este individuo llegó a estar a solas con un importante sospechoso en el caso del descuartizador que había dejado regado restos humanos en distintas partes de la ciudad de Lima durante ese verano de 1986?
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Lo cierto era que Poggi era convocado por la PIP para ciertos casos, como apoyo dentro de un grupo de psicólogos que colaboraba con la Policía. No trabajaba en la PIP, sino que trabajaba para la PIP ocasionalmente. Así, llegó a estar cerca del sospechoso Ángel Díaz Balbín, en grupo, y luego se las ingenió para estar a solas con él, por varias horas, entre el sábado 8 y el domingo 9 de febrero de 1986.
El “psicólogo” estaba seguro de que ese hombre alto, moreno, de barba, de mediana edad, era el que todo el mundo buscaba: el monstruo descuartizador, y sus antecedentes criminales así lo ratificaban.
CASO POGGI: ¿QUÉ SUCEDÍA EN LIMA A FINES DE 1985 Y QUIÉN ERA ÁNGEL DÍAZ BALBÍN?
Dos meses antes del asesinato del supuesto descuartizador a manos de Poggi, Lima había empezado a vivir en zozobra permanente. El 5 de diciembre de 1985 se hallaron en una zona del nuevo distrito de San Borja (creado en 1983) los primeros restos humanos, que semanas después identificaron los agentes de la PIP como pertenecientes a Mirtha García Flores, una prostituta de 26 años, que había desaparecido de la avenida Arequipa, en Lince, donde ejercía el meretricio.
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Luego sobrevendría la aparición de otros restos humanos, hallados en acequias y basurales de la capital; hasta que el 27 de enero de 1986, un sospechoso dejó una bolsa extraña en una calle del distrito de Santiago de Surco: era un tronco femenino al que le faltaba la pierna y el brazo derechos.
Díaz Balbín, de aproximadamente 30 años, fue detenido en el Callao, aunque vivía en una calle de Barrios Altos, en el Cercado de Lima. Tenía, era cierto, nefastos antecedentes criminales. No sólo fue sospechoso de un crimen no resuelto por la Policía, el de la italiana Nina Barzotti (ADB siempre negó ese asesinato y no se le probó nada), sino también fue involucrado en el homicidio de su tía paterna, Juana Díaz de Zúñiga, de 40 años, a quien apuñaló repetidas veces en el pecho, junto con dos de sus hijos (primos del asesino), de 17 y 21 años, en noviembre de 1976. (EC, 11/02/1986)
Díaz Balbín estuvo preso por ese delito solo nueve años en el penal San Pedro (Ex Lurigancho), pese a tener una sentencia de 25 años. A partir del 5 de diciembre de 1985, justamente, debido a su buena conducta y ganas de regenerarse, se le permitió salir algunos días en “libertad vigilada”. Esas fechas de salidas consentidas coincidieron con el hallazgo de las víctimas seccionadas. La Policía estaba casi segura de que ADB podía ser el serial killer tan buscado. Pero aún no le constaba.
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En medio de una reforma policial que trataba de implantar “métodos científicos” en los interrogatorios policiales, el comandante Víctor Cueto Candela, jefe de la División de Homicidios, convencido por un subalterno, el alférez Araujo, mandó buscar a Poggi, a quien conocían varios agentes de la PIP, puesto que había sido profesor en el Centro de Instrucción de la PIP, entre 1981 y 1982. El contacto fatal entre el psicólogo y el sospechoso estaba en camino. (EC, 11/02/1986)
El sábado 1 de febrero de 1986, el alférez Araujo buscó a Mario Poggi y le ofreció el trabajo. “El sospechoso está detenido, doctor, sólo debe ir el lunes a las oficinas de la avenida Wilson y comenzar nomás”, le dijo, a secas. El sospechoso Díaz Balbín vivía en Barrios Altos, pero cayó en el puerto chalaco por un “identi-kit” que la PIP había elaborado por medio de los testimonios de los que vieron a un hombre lanzar un costal en Surco con restos humanos.
En ese entonces, Mario Poggi era un hombre preocupado por la conducta humana y, más allá de una que otra clase que daba en una universidad limeña, estaba básicamente desempleado, a sus 42 años. Recorría Lima sin rumbo fijo y, sin duda, ese caluroso mes la pasaba muy mal. Pero algo le había llamaba la atención: la conducta del “descuartizador de Lima”, como lo habían bautizado la prensa peruana.
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La Policía estaba preocupada en tener un perfil psicológico muy completo del aún sospechoso ADB. Poggi, con el pretexto de seguir la investigación de su personalidad oculta, convenció a los miembros de la PIP para estar solo con él. Según contó a varios medios, le hizo varias “pruebas psicológicas” que confirmaron su sospecha de éste era un psicópata y asesino irrecuperable.
Los de la PIP le dejaron hacer lo que quiso, a pesar de que, según fuentes de El Comercio, Poggi comentaba a los agentes que “habría que dejarlo libre y una vez afuera matarlo. En caso contrario se le podría cortar las manos”. (EC, 11/02/1986). Estaba convencido de la culpabilidad de ADB y de su incapacidad para sanar. Para Poggi, Díaz Balbín era el demonio en persona. Su sed de sangre y muerte nunca se detendría, pensaba.
Antes de estar completamente a solas con el sospechosos y matarlo, Poggi repetía a quien quería escucharlo que Díaz Balbín era el descuartizador, y que era un peligro público. Esta idea se fue convirtiendo en su letanía mortal.
Poggi decía que ADB, a quien llamaba despectivamente “El Negro”, era un tipo muy hábil, con un elevadísimo coeficiente intelectual y que nunca confesaría sus crímenes; que se trataba de un “duro”, habituado a interrogatorios y torturas carcelarias, que así nomás no hablaría.
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El “hombre de la pipa negra”, como se le conocía también a Poggi, trabajó frenéticamente ese fin de semana en el local de la PIP. Todo el sábado 8 de febrero de 1986, con dibujos que el criminal debió interpretar; hasta el domingo 9 de febrero, antes de la medianoche, con sesiones de hipnotismo. Luego el “terapeuta” perdería la razón. Y sólo sus manos cobraron fuerza ante el cuerpo lánguido del sospechoso, a quien al parecer había dopado previamente.
“La noche del domingo lo que trataba era de que admitiera su delito y además confesara dónde estaban los restos de los otros cuerpos. Él, sin embargo, me contestaba fríamente: ‘No te lo voy a decir’”, confesó el psicólogo.
La declaración que dejó a la Policía el especialista en salud mental, añadía su explicación de cómo mató a Ángel Díaz Balbín. “Es así que le coloqué mi correa en el cuello y me puse detrás de él. Vas a morir si no me dices dónde está el resto de los cuerpos, le dije. Él me contestó: ‘Yo sé que debo morir’. Ante esto jalé la correa y lo maté”. (EC, 11/02/1986)
Según confesión posterior -luego de superar la histeria de su entrega a la Policía, con pedido de salvación al propio presidente Alan García- hubo un diálogo entre él y el sospechoso descuartizador, ocurrido segundos antes del propio acto homicida: fue una conversa tensa, escalofriante y trágica.
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“¡Así, no te muevas, no te muevas! ¡No te muevas, asesino! ¡Asesino…Asesino! ¡Ya no matarás a nadie asesino… ¡Malditoooo!… ditooooo!”, gritó encolerizado Poggi. Esas fueron las últimas palabras entre los protagonistas, grababas por el propio psicólogo y publicadas por el periodista Jorge Salazar en su libro “Poggi: la verdad del caso” (1987).
Luego hubo muchas hipótesis, en una de ellas algunos periodistas se aventuraron a decir que el psicólogo había recibido “ayuda” policial para su crimen (cosa que luego se corroboraría). Los exámenes de Poggi a Díaz Balbín no iban a tener valor legal o policial, pero que para el psicólogo eran suficientes pruebas para dictarle a ADB su propia sentencia de muerte, expresada en una correa.
Si retrocedemos a sus primeros años en la “vida pública” sabremos que Mario Poggi, de niño, había incursionado en la vida artística como haciendo fonomímica. Durante una larga temporada se presentó en el programa de TV. del ‘Tío Juan’, que conducía el conocido animador Juan Sedó durante esos años pioneros de la televisión nacional.
Poggi, el psicólogo rechazado por el Colegio de Psicólogos del Perú, también se dedicaba a la escultura, donde sorprendía con unas figuras de arcilla y barro, distorsionadas y esperpénticas.
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Asimismo, había hecho una “performance” extraña en diciembre de 1975, cuando, bajo los acordes de un concierto de violín y en una lancha, ingresó al mar frente a la playa ‘Waikiki’ para lanzar algunas de sus esculturas como “protesta por el poco apoyo al artista plástico”, dijo entonces. Aunque, después, dicen, las recuperó puesto que las había atado a una soga.
El Comercio averiguó de otras excentricidades del psicólogo asesino. En otro gesto de protesta artística, dijo, Poggi se lanzó un día a escalar la ‘Estatua de la Libertad’ en Nueva York (EE.UU.), para intentar desnudarse en su cima, algo que no logró hacer por la intervención policial. También se puso a vender, en pantalones cortos, papitas fritas y ‘hot dogs’ en la puerta de la casa de José María Eguren, en Barranco.
En 1983, su afán de notoriedad lo había llevado a buscar ser candidato independiente a la alcaldía de Miraflores. Entonces, para llamar más la atención usaba “lentes de madera y vestía extravagantemente”. (EC, 11/02/1986)
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El psiquiatra Artidoro Cáceres, muy reconocido académica y mediáticamente en esos años, aseguró entonces sobre el Caso Poggi que “sus métodos de tratamiento publicitados por él mismo con caracteres histriónicos, desconcertantes y nada convencionales, su hiperactividad y su afán de exhibir su trabajo, determinaban una conducta inestable y poco tolerante a la frustración”. (EC, 11/02/1986)
Al doctor Cáceres le llamó poderosamente la atención, como a gran parte de la opinión pública, cómo un sujeto así podía trabajar con la PIP, y lo peor, cómo lo habían dejado solo con un criminal “presuntamente sicopático”, dijo.
Ángel Díaz Balbín no era ni siquiera un acusado cuando Poggi lo mató. Era un detenido y sospechoso de los descuartizamientos de ese verano entre diciembre del ‘85 y febrero del ‘86.
Por eso, la División de Homicidios de la PIP solo consideraba a este sujeto como un posible culpable. Había, según el personal de esa división policial, “un 60 por ciento de posibilidades de que Ángel Antonio Díaz Balbín sea el descuartizador buscado intensamente”. (EC, 11/02/1986).
Sin embargo, como se puede corroborar, así como aparecieron los restos humanos el día que Díaz Balbín salió a la calle por primera vez, el 5 de diciembre de 1985 (y eso se repitió las veces que salía); también, coincidentemente, luego de su captura “cesaron dichos macabros hallazgos”. (EC, 11/02/1986)
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Si bien había algunas evidencias que sindicaban a Díaz Balbín como el “descuartizador de Lima”, con su muerte quedó en el misterio si en realidad lo fue o no. El final violento de ADB tampoco permitió saber la identidad de las siete víctimas, que aparecieron seccionadas por una mano asesina, presuntamente la suya.
Díaz Balbín murió sin culpabilidad demostrada y, claro está, sin sentencia posible. Pero el que sí tuvo una sentencia fue Mario Poggi Estremadoyro. El 15 de setiembre de 1988, tras dos años y medio de proceso, el asesino de ADB se paró tranquilo ante el Quinto Tribunal Correccional, presido por el doctor Jorge Morales Arnao, el cual condenó a Poggi a 7 años de prisión. Podía considerarse una pena comprensiva. El Tribunal, según el diario decano, consideró que “su estado mental -sin ser loco- no es normal”.
Poggi sabía que el veredicto había considerado su estado mental en el momento de la ejecución del sospechoso descuartizador. Reconoció su alteración en ese instante fatal, y por ello les brindó una venía de agradecimiento. Y dijo que lo hacía “por haber sido benévolo conmigo, motivo por el cual estoy conforme con el veredicto”. (EC, 16/09/1988)
“No tengo más palabras que decir…”, afirmó, y luego, no pudo contener las lágrimas. Luego se fue tras agradecer a su abogado defensor Luciano Scatollon Benedetti. Pero Poggi no fue el único sentenciado ese día.
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Se comprobó en el proceso que el agente Rudy Villar Almonacid le había dado su correa para atarle las manos a Díaz Balbín, y que además, “colaboró con Poggi para lograr que este ahorcara al agraviado con la suya”. (EC, 16/09/1988)
A Villar Almonacid, el Quinto Tribunal Correccional le dio tres años de prisión. Villar había llegado a la oficina de Poggi en la PIP debido que otro agente, de apellidos Salazar Ayala, quien debía encargarse de la seguridad tanto del psicólogo como del detenido, había dejado su puesto, sin ningún permiso, para ir a comer a su casa.
Por su irresponsabilidad, el agente Salazar fue condenado a dos años de prisión condicional. Quedaron inocentes de toda culpa los ex jefes de la unidad de Homicidios de la PIP: el coronel PIP (r) Jorge Bedregal Cornejo y el comandante PIP Víctor Cueto Candela.
Sin embargo, la fiscalía apeló el fallo que el tribunal dio para Poggi (7 años), y lo llevó a instancias mayores. De esta forma, la Corte Suprema de Justicia terminó dándole a Mario Poggi Estremadoyro una condena de 12 años de prisión efectiva.
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Pero Poggi solo estuvo cinco años en cárcel, pues salió libre en 1991, beneficiado por la Ley de Despenalización vigente (dos años de pena por uno de trabajo). Debió registrarse mensualmente en las dependencias policiales hasta 1998, en que se cumplió la pena de 12 años impuesta por la Corte Suprema.
La traumática experiencia llevó a Poggi a protagonizar una película, cuyo título inicial habría sido “Poggi: ángel o demonio”, pero finalmente quedó en “Mi crimen al desnudo”, una cinta dirigida por Leonidas Zegarra, de bajísimo presupuesto, que se proyectó hacia el año 2001 en unas cuantas salas de provincias.
En ese precario filme, el tema del homicidio de Ángel Díaz Balbín en una sala de la PIP a manos de Mario Poggi terminó grotescamente escenificado en un ambiente de music hall tan sórdido que ni el propio psicólogo mortal quedó satisfecho.
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