Cuando el Perú celebraba su centenario como país independiente en 1921, el Gobierno Británico le ofreció como regalo hacerle un nuevo estadio. En julio de 1923, se inauguró el llamado “Estadio Nacional de Lima”, y desde entonces los partidos más importantes del país, a nivel de selección nacional y clubes amateurs que se enfrentaban entre sí o con equipos extranjeros se daban en ese escenario con tribuna preferencial de madera y tribunas populares más sencillas. Pero hace 90 años, en enero de 1931, ocurrió una tragedia que ha quedado algo olvidada en la historia de ese coloso limeño.
Para fines de la década de 1920, el FBC Aurora era el equipo sensación del interior del país. Como bicampeón de Arequipa al ganar el torneo regional de 1929 y 1930, recibió en la Ciudad Blanca, en febrero del 30, al Atlético Tucumán de Argentina. Los visitantes vencieron 3 a 2, pero pese a la derrota los de Aurora dieron una buena imagen; por eso Alianza Lima, el equipo invicto de Lima, vino también a Arequipa para enfrentarles y perder ante el juego sólido de los arequipeños.
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Con esos antecedentes, FBC Aurora fue llamado en junio del 30 a Lima para jugar en el “Stadium Nacional” contra el Olimpia de Paraguay, equipo que estaba en gira sudamericana. Aurora perdió 3 a 2, no obstante, al igual que con Tucumán, impresionó a todos. Así se llegó a pactar otro partido internacional en el cuidado grass inglés del Nacional de Lima, esta vez contra el equipo uruguayo de Bella Vista.
El club charrúa estaba en una gira continental que iniciaron en diciembre de 1930. El partido con el sorprendente FBC Aurora sería el domingo 4 de enero de 1931, el primero del año para ambos equipos. Los arequipeños se reforzaron hasta donde pudieron con su propia gente characata. En ese equipo destacaba el arquero Jorge Pardón, integrante de la selección peruana que intervino en el primer mundial en Uruguay, en 1930. Pero no eran los únicos que se reforzaron: los de Bella Vista lo hicieron con siete futbolistas uruguayos mundialistas, entre ellos José Nasazzi.
Cerca de las seis de la tarde, el partido terminaba 2 a 1 a favor de los visitantes, con lo que el club Bella Vista se llevaba el trofeo donado por el doctor José Luis Bustamante y Rivero, entonces ministro de Justicia, Culto e Instrucción de la Junta Cívico-Militar del gobierno provisional, presidido por el general Luis M. Sánchez Cerro (lo fue de noviembre de 1930 a fines de enero de 1931).
Bustamante y Rivero andaba sentado en la tribuna preferencial como testigo de los hechos. Todo parecía haber acabado bien, cuando, de pronto, se desató la tragedia futbolística más lamentable de esa década en el viejo Estadio Nacional de madera.
Apenas el árbitro dio por terminado el encuentro entre uruguayos y peruanos, que se desarrolló con total normalidad, un grupo numeroso de hinchas de la zona popular, llamadas “tribunas de segunda”, bajaron hacia la cancha, lo cual era habitual tras un partido. Lo diferente fue que en esa ola de gente aparecieron también varios soldados que habían asistido al partido de esa tarde dominical.
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Los guardias de seguridad, la Guardia Civil en resumidas cuentas, aquella que fue reformada y modernizada por el gobierno de Augusto B. Leguía durante los años 20, aparecieron para impedir esa avalancha de hinchas, pero con una extraña e impredecible violencia.
Entonces surgió un sargento del Ejército, que había bajado con sus soldados y que estaba como hincha arequipeño en la cancha. Este le explicó a un oficial de Policía que solo quería ir a saludar a sus paisanos del “Aurora”, pero recibió como respuesta que el oficial llamara a otros guardias y entre todos lo empujaran y arrastraran hasta el borde de la pista atlética. Esa fue la chispa que incendio el ambiente del viejo Estadio Nacional.
El público se enardeció cuando vio cómo jaloneaban y ultrajaban la dignidad del militar. De pronto, no solo los militares que acompañaban al sargento agraviado sino también los centenares de civiles empezaron a lanzar botellas, naranjas y todo tipo de material contundente al grupo de guardias civiles en el estadio.
Los jugadores de los equipos de Aurora y Bella Vista apuraron el paso y se dirigieron a sus vestuarios, con el ánimo de abandonar el estadio lo más pronto posible. Entonces se empezaron a escuchar disparos. Primero fueron tiros al aire, como advertencia, pero aquello generó más nerviosismo, caos y confusión en la propia salida del público preferencial, donde había mujeres, niños y más ancianos que en otros sectores.
El efecto de los disparos enloqueció a los militares, algunos de los cuales eran del regimiento escolta del Presidente de la República. En grupo compacto atravesaron la cancha para darles sus quejas a las autoridades que estaban en el palco oficial. Los guardias civiles se reagruparon para evitar el avance de los soldados, y entonces ocurrió lo inédito: una escena de guerra antigua, clásica, con soldados y policías luchando cuerpo a cuerpo en plena cancha de juego.
El público apoyó la osada acción de los miembros del Ejército, y no dejaban de lanzar piedras contra los agentes de seguridad. Tal inquina provenía, en parte, por la mala fama que la Guardia Civil había obtenido al apoyar abiertamente al dictador Augusto B. Leguía, quien había sido derrocado pocos meses antes, en agosto de 1930.
El cronista de El Comercio contó el detalle de la tragedia en la edición del lunes 5 de enero de 1931: “De pronto estallaron varios disparos de revólver. Se ve caer a un soldado retorciéndose en un charco de sangre. Crece la indignación general. La muchedumbre continúa avanzando hacia las tribunas de primera. En estos instantes, descienden del palco oficial los ministros de Guerra y de Justicia, el mayor Barco y el doctor Bustamante y Rivero, respectivamente, y tratan de apaciguar los ánimos”.
Pero, finalmente, nada pudieron hacer. La violencia venció los ánimos y se apoderó de la situación. Los guardias civiles siguieron disparando al verse rodeados, hasta que se vio cómo un agente disparaba a quemarropa a un cabo del Ejército. Con la mano en el pecho, este se desplomó, mientras el guardia huía del escenario.
Después del frenético tiroteo, la turba y el resto de soldados lograron controlar a los agentes, muchos de los cuales mostraban heridas graves, hechas por piedras y palos. Hubo un intento de quemar la tribuna preferencial (todo el estadio era de madera), pero el irracional acto fue evitado por los refuerzos policiales que llegaron en el momento preciso.
Los heridos de todo tipo y gravedad fueron llevados a los hospitales y centros asistenciales, como el Hospital Dos de Mayo, donde llegaron un buen número de heridos de bala. Los policías y militares baleados (dos de la escolta presidencial) fueron conducidos al Hospital de San Bartolomé.
Con decisión se logró desalojar a la muchedumbre del estadio, que corría el riesgo de acabar sus días en el fuego. El lamentable saldo fue de cuatro muertos: un soldado y tres civiles, todos ellos muy jóvenes, ya que no pasaban de los 22 años. Hubo, además, decenas de heridos. Pero el conflicto no quedó solo en eso.
La turba siguió exigiendo justicia en las calles adyacentes al estadio. Se formaron grupos que llevaban en unos palos, izados como banderas, varios pañuelos ensangrentados. Era su forma de protestar. Con vivas al Ejército y condenas a la Guardia Civil, la gente avanzaba y si divisaba a un agente policial lo atacaba.
El desorden del estadio amenazó a toda la ciudad. Los protestantes se convirtieron en una amenaza social: atacaron a pedradas un tranvía eléctrico (el de la ruta Lima-Chorrillos) solo por transportar a cuatro policías. Ante el temor de ser nuevamente agredidos, los propios pasajeros pidieron a los guardias que bajaran unos paraderos más adelante.
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Las avenidas Petit Thouars, Paseo Colón, Jirón de la Unión, la propia plaza San Martín rebosaban de gente que se iba sumando a la marcha. Todos parecían buscar la dirección de turba de Gobierno. Pero en ese camino la violencia gratuita se desbordaba. En la esquina del Jirón de la Unión con Emancipación, donde estaba el Palais Concert, un guardia fue agredido y este respondió con su revólver, con el que hirió a un hombre en la pierna.
Escenas como esa se sumaban a otras en las que, incluso, los propios militares debieron proteger a los agentes policiales de la agresión de la gente. Ellos, los guardias civiles, eran los objetivos para muchos esa tarde del 4 de enero de 1931. Entonces, la muchedumbre que gritaba a voz en cuello: “¡Sanción¡”, “¡Sanción¡”, acabó debajo de los balcones de palacio, por el lado de la calle de Desamparados, camino a la estación ferroviaria.
Allí exigieron la aparición del jefe de la Junta de Gobierno, el general Luis M. Sánchez Cerro. Pero este no estaba en palacio, así les informó el jefe de la Casa Militar, el comandante Mercado, quien estaba acompañado del intendente de Policía, el mayor Dellepiani. Entonces un energúmeno miembro de la turba, con impecable retórica, explicó a los oficiales de palacio que solo pedían” justicia” y “sanción” para los responsables de las muertes de esa tarde en el Estadio Nacional.
Durante dos horas esperaron allí a Sánchez Cerro, mientras otros espontáneos oradores azuzaban a la gente, y otros no dejaban de atacar o amenazar a cuanto policía veían cerca. Hasta que llegó el hombre fuerte del gobierno provisional. El militar piurano, que dio el golpe a Leguía el agosto del año anterior, fue recibido entre aplausos. Lo que hizo primero fue escuchar a la gente exaltada desde el balcón (una antigua versión del balconazo).
Los cabecillas de la masa explicaron cómo había actuado la Policía en el estadio de Santa Beatriz, cómo había disparado a civiles indefensos y a militares que solo querían disfrutar del fútbol viendo de cerca a su equipo, el “Aurora” arequipeño. Sánchez Cerro tomó la palabra para demostrarles su solidaridad con las víctimas, y les aseguró que estaba muy “consternado” con los sucesos del estadio.
Les dio la razón en el abuso cometido por esos agentes policiales, pero a la vez les dijo que ese odio entre instituciones que deberían trabajar en armonía y orden era responsabilidad del gobierno anterior, el de Leguía y su ‘oncenio’. “Fatalmente esta ha sido la forma de gobernar durante la época de la dictadura y sus consecuencias las estamos palpando dolorosamente, porque no se ha hecho sino sembrar odios entre elementos que no deben ser antagónicos”, dijo el jefe de la Junta de Gobierno.
Antes, ya enterado del asunto, Sánchez Cerro había mandado acuartelar a los agentes policiales en sus comisarías; y había ordenado que la seguridad de la ciudad estuviera a cargo de las tropas en línea. Los soldados sí eran bien recibidos por la gente.
Sánchez Cerro les aseguró que habría una profunda investigación y que los responsables serían castigados según su grado de intervención en los desmanes. Pidió finalmente que se retiraran tranquilos a sus casas, que la justicia llegaría pronto. La gente allí reunida aceptó de buena manera y se fue alejando del Palacio de Gobierno.
Sin embargo, algunos grupos de verdaderos vándalos aprovecharon la ocasión para robar y asaltar establecimientos comerciales, bodegas, bazares, tiendas, especialmente de ciudadanos de origen japonés, que abundaban en el Cercado de Lima. Hasta la madrugada estos malhechores actuaron, aunque los propietarios también supieron defenderse a balazos.
El Comercio comprobó en la mañana del lunes 5 de enero de 1931, que la Policía volvió a sus puestos habituales, tanto en el orden público como el tránsito de los cruces de las principales calles del centro y el resto de la ciudad. Y también pudo confirmar los cuatro muertos y los numerosos heridos. El cuerpo del militar se quedó en el Hospital San Bartolomé, y los de los civiles en el Hospital Dos de Mayo.
Once días después de los lamentables sucesos, el 15 de enero de 1931, el club Aurora y el club Bella Vista volvieron a enfrentarse en un partido de revancha en el mismo Estadio Nacional de madera. Nuevamente ganaron los uruguayos, esta vez por 1 a 0. Dicen que no les cobraron varios penales claros a los arequipeños. Pero ya nadie hizo escándalos ni protestas fuertes. Solo unos tibios reclamos.
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