En la noche del lunes 2 de marzo de 1959, aterrizaron los militares cubanos que apoyaban a Fidel Castro (1926-2016) y que en una gira continental trataban de entablar buenas relaciones y empatía con los países del continente. Era su primera gira de propaganda política luego de dos meses de haber llegado al poder, tras derrocar el gobierno de Fulgencio Batista (1901-1973).
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Esa misma noche fue la última que pasaban en el Perú, Marina, la Duquesa de Kent y su joven hija, la princesa Alejandra, de 22 años. Ellas estuvieron aquí desde el 21 de febrero, invitadas especialmente por el gobierno peruano; tras 11 días de visita oficial al Perú, las altezas británicas se alistaban para partir a Chile al día siguiente, el martes 3 de marzo, a las 11 de la mañana, muy agradecidas de haber sido recibidas con calidez y respeto por el pueblo peruano.
Con ese aire aristocrático que dejaron las representantes de la realeza británica, Lima recibía, prácticamente al mismo tiempo (en la noche anterior), a los barbudos revolucionarios cubanos. Dos mundos muy distintos se rozaron en nuestra capital por unas horas en ese turbulento año de 1959.
Nueve miembros del “Movimiento 26 de Julio” se asomaron a las puertas del avión en el aeropuerto de Limatambo. Los recibieron unas 300 personas, que desplegaron una inmensa bandera roja y negra, símbolo del movimiento que apoyaba al primer ministro Fidel Castro, quien asumió ese cargo el mes anterior, en febrero. Venían por él, y no por el entonces presidente provisional de Cuba, Manuel Urrutia (en el gobierno desde el 3 de enero y reconocido por EE.UU.), quien solo estaría hasta julio de ese año en la presidencia.
El primer integrante que bajó del avión fue el capitán Jorge Enrique Mendoza, que sintetizaba el típico look del guerrillero castrista: barba negra larga, el rostro enjuto y el traje verde olivo; lo siguieron el comandante Guillermo Sardiñas (capellán del Ejército); el capitán Mario Hidalgo y los tenientes Rafael San Martín (argentino), Orlando Benites y Violeta Casals (la única mujer del grupo); asimismo, los soldados Ricardo Valladares, César Fonseca y Francisco Lago Viera.
Todos fueron directamente a descansar al Hotel Bolívar. Luego de un espartano desayuno, el martes 3 de marzo, alrededor de las 11 de la mañana, cuando la Duquesa de Kent levantaba por última vez la mano derecha en son de despedida en el escalón final hacia su avión, los cubanos salieron animados a colocar flores de homenaje en diversos monumentos de Lima. El primero lo tenían al frente: el libertador José de San Martín, en la plaza que lleva su nombre.
Enseguida, se trasladaron a los monumentos del héroe de la Guerra del Pacífico, Leoncio Prado (que peleó en Cuba en las primeras luchas por la independencia de España), del inca fundador Manco Cápac, en La Victoria y del libertador Simón Bolívar, frente al Congreso de la República. Los cubanos, vestidos militarmente, llamaron la atención del público que paseaba por allí. A las 4 de la tarde, dieron una conferencia prensa, en un salón del mismo Bolívar.
Tenían la “buena voluntad” de explicar su razón de ser a una comunidad como la peruana que empezaba recién a saber y entender de qué se trataba este “Movimiento 26 de Julio” que tenía el poder en Cuba. Nadie en el Perú podía imaginar lo que ocurriría después; solo se tenía una idea romántica del episodio revolucionario en la isla caribeña. Había, sin duda, alguna simpatía general (con críticas, por supuesto) que solo llegó a convertirse en una lejana solidaridad del pueblo peruano.
Durante dos horas, los agentes de verde olivo lidiaron con las preguntas de la prensa peruana. Había unos 20 entre reporteros y cronistas. Los cubanos estaban bien entrenados para ese tipo de confrontaciones. El capitán Mendoza empezó con un saludo al pueblo del Perú y dio unas pistas de qué significaba la “Revolución Cubana”, que en una lucha de casi dos años lograron derrocar al gobierno dictatorial de Fulgencio Batista, el 1 de enero de ese año.
El capitán Mendoza asumió el liderazgo ante las interrogantes periodísticas; lo secundaron el capitán Hidalgo, los tenientes San Martín y Casals, y el soldado Valladares, especialista en propaganda radial. Mendoza remarcaba que su visión era continental y que los inspiraba un “amplio nacionalismo latinoamericano”, algo similar a lo que inspiró a los grandes libertadores de América (Bolívar, San Martín, Martí, etc.). Cuba debía ser “libre económicamente y con justicia social”.
Se pintaban como unos “latinoamericanistas” y aseguraban que no estaban ni en contra ni a favor del comunismo ni del “yanquismo”. Sí estaban “en contra de toda expresión que atente contra la libertad”. Luego se enfocaron en señalar los crímenes del régimen de Batista con pruebas documentales y gráficas. Aceptaban que había “castigos” contra los llamados “criminales de guerra” y que no lo hacían ilegalmente, ya que el Código que se aplicaba estaba en funciones desde que había empezado el movimiento, dos años antes.
Cuando les preguntaron sobre quién o quiénes financiaban la revolución de Castro, el capitán Mendoza dijo que el costo era menor de lo que se dice, y que no podía dar “datos concretos” porque no tenía esa información a la mano. Aseguró que parte del armamento era del propio Ejército de Batista, y que el resto se compró del extranjero, por medio del Comité de Cubanos en el Exilio. Reveló también que las fuerzas de Castro habían recibido fondos de gobiernos de Latinoamérica, incluido el Perú. Explicaron su proceso de reforma agraria y aseguraron que no habría “incautaciones de grandes empresas”, pero si las hubiese las valorarían en un justo precio. Eso era lo que decían en marzo de 1959. A las 9 de la noche, siguieron con su prédica en una entrevista en Radio Central.
El miércoles 4 de marzo, siete de los nueve visitantes llegaron al Congreso de la República. Era pasado el mediodía cuando hicieron su arribo al Palacio Legislativo y fueron recibidos por el primer vicepresidente de la Cámara de Diputados y otros miembros parlamentarios como la diputada María Colina de Gotuzzo, presidenta del Comité Peruano Pro Liberación de Cuba.
A las 7 de la noche, el grupo se trasladó al Patio de Derecho de la Casona de San Marcos, en el Parque Universitario. Los militares cubanos recibieron un fuerte apoyo estudiantil, que contrastó claramente con el rechazo que recibió meses antes, en mayo de 1958, el vicepresidente norteamericano Richard Nixon en la misma sede universitaria. En ese entonces, luchaban apristas y comunistas por prevalecer en las dirigencias estudiantiles. De hecho, ambos bandos políticos trataron de apegarse al “aura revolucionaria” de los visitantes caribeños, con ventaja para los hijos de Haya de la Torre.
A cada frase de los “compañeros” cubanos, les seguía una batería de aplausos coordinados. El tema era la juventud y la lucha social, y los apristas tomaron la palabra con Carlos Enrique Melgar de orador. Fue tan densa y retórica su intervención que del tumulto se alzaron voces para que se callara. Un estudiante exclamó: “¡Termina de una vez!”, y El Comercio detalló que el osado pudo “burlar la persecución de los búfalos que quisieron golpearlo”.
El capitán Mendoza cerró el acto con un encendido discurso político que llamó a la unión “indoamericana” y a liberarse del “yugo de las tiranías y de los grandes capitales”. Las proclamas a la libertad se mezclaban con los vivas al APRA, que acaparó el acto con sus “maquinitas” (las portátiles de hoy).
Para completar el cuadro, los cubanos fueron alzados en hombros. Hubo una inicial resistencia para impedirlo, pero ya rendidos no tuvieron más remedio que soportar la procesión por toda La Colmena hasta llegar a las puertas del Hotel Bolívar.
Tenían la idea de conocer Palacio de Gobierno y al presidente Manuel Prado. Fue una visita formal y punto. Luego pasaron a ver al Arzobispo de Lima, Juan Landázuri Ricketts. Y esa noche del jueves 5 pensaban lucirse en su presentación en el set de televisión del Canal 4, participando en una mesa redonda. Un programa que se retransmitió al día siguiente.
Para mala suerte de los intrépidos cubanos, en su país Fidel Castro acababa de ordenar, de forma ilegal, un nuevo juicio a 43 aviadores, absueltos por un tribunal de la propia revolución cubana al no hallársele pruebas concretas sobre lo que se les acusaba: haber bombardeado pueblos con civiles, es decir, por el cargo de genocidio. En el encuentro televisivo de esa noche con algunos periodistas limeños, aquel tema fue prácticamente el único que se debatió ampliamente.
El corto tiempo en TV. y las extensas intervenciones hicieron que se luciera el polemista político Enrique Chirinos Soto, quien asediaba a los cubanos. Estos, claramente hombres de Castro, se empeñaron en apoyar las medidas represivas contra los cuestionados aviadores, cuya mayoría terminaría en las cárceles o muertos. En verdad, esa noche fue esclarecedora para conocer la posición de los ilustres visitantes.
La prensa peruana no negaba los supuestos delitos de esos aviadores, sino que cuestionaba que el entonces primer ministro Fidel Castro “ordenara” un nuevo juicio, contraviniendo sus propias leyes. Los cubanos invitados se cerraron en demostrar los delitos cometidos por esos aviadores y el “derecho” de Castro, como “abogado y primer ministro” de intervenir en un asunto exclusivo de la justicia cubana.
Nadie quedó satisfecho esa noche en la televisión peruana. Un mal sabor de boca dejó las respuestas de los agentes de Castro, por más simpatía que hubiera entre muchos de los ciudadanos peruanos por estos “jóvenes idealistas”.
Ese mismo jueves, por la noche, hubo una especie de concentración pública en la plaza Bolívar, para lo cual se convocó al público en general. Más allá de estudiantes, sindicalistas, algunos políticos y curiosos, no hubo más. Quizás el efecto de las declaraciones en apoyo a Castro contra el pedido general de clemencia para con los aviadores que eran doblemente juzgados y ya de manera parcial, se evidenció en esa escasa aunque bulliciosa concurrencia.
El viernes 6 de marzo de 1959, el día final en Lima, su vuelo no salió a las 9 de la mañana como estaba previsto, sino a las 4 de la tarde. En Limatambo hubo una “fría despedida”, como indicaron los medios de prensa. El aeropuerto lucía esa tarde menos entusiasta que en la bienvenida. Solo algunas decenas de personas, simpatizantes todas ellas, alzaron los brazos o los pañuelos blancos (apristas) para decirles adiós.
El avión al que subieron los nueve integrantes de la comitiva cubana se perdió en el horizonte aéreo, rumbo al sur. Chile sería su próximo destino –sin pensarlo seguían a la Duquesa de Kent– en esa gira algo extraña y desesperada que empezaron el verano de 1959.
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