Lo llamaron José Cruz Hernández, o al menos ese fue el nombre completo que la Policía determinó como el más confiable hasta el día de su captura. Hombre de mil rostros, escurridizo, este español de madura edad y sobrepeso se convirtió en la obsesión de los agentes. Cayó mansamente en el aeropuerto de Lima en abril de 1956, pero hasta el último instante negó todos los cargos de estafa que le achacaban.
El 6 de abril de 1956, a pocos meses del final del gobierno del general Manuel A. Odría, la Policía peruana se enfrentó a un delincuente muy sagaz, capaz de convencer al mismísimo diablo de su inocencia. Se presentaba como un próspero hombre de negocios, que realizaba sus negociaciones comerciales por teléfono y que nunca perdía el buen humor. Caía bien a todo el mundo. Pero esa era su mejor arma.
En el Perú, a donde ya había venido una vez anteriormente, tenía una denuncia de una mujer que aseveraba haberle prestado 38 mil soles para un negocio. La Policía tenía la sospecha de que Cruz huía de otros delitos. El sujeto se movía en círculos exclusivos en Lima. De hecho, conoció a su víctima, la señora Cerruti, en un club de Huampaní, a las afueras de la ciudad. Era español, esa era la única certeza que tenían las autoridades.
Decía a sus incautas víctimas que tenía buenas relaciones con el Banco de Exportación de Madrid (España), eso y algunas cartas de recomendación bancaria de Chile y otros países conseguían convencer a todos. Esa capacidad de persuasión le sirvió para que el cónsul de Bolivia en Arequipa le expidiera un nuevo pasaporte debidamente visado con otra identidad, la de Alberto Alba Iglesias. Pero esa era solo la punta del iceberg.
Cómo fue capturado
Cuando estaba a punto de ser detenido esa tarde del 6 de abril de 1956, en el antiguo Aeropuerto Internacional de Limatambo (Corpac), Cruz, intuyendo que algo andaba mal, se dirigió al baño y se deshizo del irregular pasaporte boliviano, rompiéndolo y botándolo en el inodoro. Ya capturado y aun después de ello, las autoridades no sabían exactamente cuál era su verdadero nombre, solo lo llamaron por el último que pudieron comprobar: José Cruz Hernández, costarricense.
Así, mientras esperaban la información requerida de varios países por donde había pasado el sospechoso, este aun detenido en la Prefectura de Lima, en la avenida España (Cercado), podía recibir visitas y hacer algunas llamadas telefónicas. Trató de mover sus influencias y siempre buscó enredar a los policías y fiscales con historias que bien podían ser medias verdades o relatos de su imaginación. “Lo moral no es la guía de mi vida”, repetía el astuto sujeto.
Detenido en la Prefectura, Cruz no parecía temer a nadie. Le preguntaron cómo conseguía legalmente los pasaportes. Contestó: “Es una cuestión de método y de un poco de dinero bien administrado”. El sujeto demostró hablar en siete idiomas, y adujo ser un escritor, poeta y conferencista en las logias masónicas; es así que se infiltraba en los altos círculos sociales de los países que visitaba. Confesó que en México ganó hasta 30 mil dólares con esas charlas magistrales.
“El hombre es honrado hasta que deja de serlo (…) Y yo soy fatalista. Creo que a uno le pasa lo que tiene que pasarle”, filosofaba ante sus custodios. “He tenido negocios lícitos e ilícitos, pero tengan ustedes la seguridad que las personas que entran en un negocio, que de antemano saben incorrecto, son ambiciosos y avaros", aseguraba, con tono cínico.
Un encuentro casual lo hundió
Si bien su situación era comprometedora, no llegaba a ser grave para un avezado estafador como él. Contaba con dinero suficiente, además del apoyo de sus contactos en Lima, para devolverle el efectivo a la señora Cerruti. Sin embargo, un hecho concreto lo terminó de hundir. Casi se podría decir que la casualidad lo aniquiló en los oscuros pasillos de la Prefectura de Lima.
Y es que cuando estaba declarando ante el jefe policial, ingresó al local de la avenida España un hombre de nacionalidad ecuatoriana, quien lo reconoció en el acto. No lo llamó José, sino que usó otro nombre: “¡Hola, Wander!”, le dijo el visitante, “¿qué haces acá?”.
Entonces, José Cruz se quedó frío. Sin palabras. José era Wander. Debía explicar mucho más ahora. Vinieron preguntas más exigentes y sus respuestas evasivas y astutas no convencían a nadie. Su farsa se acababa, palabra tras palabra.
Cruz estaba acorralado. Empezaba a contradecirse, a vacilar, mientras la Policía encontraba la manera de quitarle la máscara. Su perfil estaba completándose en la mente de los investigadores: era el de un peligroso estafador internacional. Su ficha y datos circularían luego entre varios países. No tardaría en llegar la suficiente información para terminar de acusarlo formalmente.
La historia detrás del farsante
Descubrieron que durante más de 20 años este español, de 54 años, venía realizando estafas por España y Latinoamérica. Era abogado y con el tiempo se transformó en un trotamundos letal. De su pasado se supo que en la Guerra Civil española (1936-1939) dirigió un puesto de enlace entre el gobierno y la Brigada Internacional, a modo de un “comisario político”.
La vida de Cruz en su país, luego del triunfo del franquismo, fue caótica. Procesado por corrupción, pasó casi un año en la prisión de Madrid. Al salir, perdió la brújula y se convirtió en un paria pero muy astuto. Se dedicó al comercio ilegal y a la “bolsa negra”, un mundo bursátil que dominó pronto luego de estafar a mucha gente. Encontró la forma de obtener grandes sumas de dinero en pocos movimientos y sin llamar la atención.
Pero eso tuvo un costo: lo denunciaron y regresó a la cárcel madrileña. Con la ayuda de un sacerdote y un soborno de 10 mil pesetas, obtuvo su primer pasaporte falso y fugó a Francia. Deambuló por Europa y, finalmente, recaló en América. Fue su mejor escondite, aquí paseó por varios países recibiendo en total seis pasaportes más.
Confesó que el mejor país donde la pasó a cuerpo de rey fue Ecuador. Allí vivió desde inicios de los años 40 en Guayaquil como “Wander”, en una casa de lujo y rodeado de amigos. Engañó a uno de ellos por un millón de sucres; y entonces fugó al Perú donde hizo especialmente muchos contactos. En ese lapso, viajó a Argentina para repetir la misma historia negra de Ecuador. Ya era otro, por supuesto. Su nuevo pasaporte así lo demostraba.
Contó que fue amigo de un presidente
En la Argentina de José Domingo Perón (1946-1952) hizo algo mucho más audaz: se puso en contacto con el mismísimo presidente, de quien se ufanaba de ser amigo. Y contó a la Policía peruana que se convirtió en un asiduo de la Casa Rosada. No quiso narrar más detalles de esta relación con Perón, pero sí llegó a contar una propuesta que le hizo: su “teoría de la maceta”, en la que explicaba que los hombres y gobiernos cuidaban más a las plantas y a los animales que a los hombres. Por ello, sostenía que debían crearse “bancos municipales” para vivienda. Apoyaba la teoría de que los inquilinos sean propietarios en un corto plazo, a base de créditos. Repetía a la policía: “No podemos combatir al comunismo extendiendo la miseria”.
No se quedó con las ganas de implantar en un país su “idea social” de vivienda, de la cual obtendría una buena comisión. Por ello llegó hasta Costa Rica, en tiempos de presidente Rafael Calderón Guardia (1940-1944), donde lo escucharon. Allí fundó una urbanización, pero sin financiación segura. El dinero de los incautos le llegó directo a sus bolsillos. Cruz aceptó la acusación de haberse convertido en el inicio del gobierno de Calderón en “revolucionario” y propagandista del régimen a cambio de una suma concreta: 45 mil dólares. Su cargo era de enlace con los “revolucionarios” que pugnaban por llegar a Costa Rica desde Nicaragua.
El estafador se excusaría de haber recibido ese dinero en Costa Rica argumentando que no tenía otra opción. “No contaba con nada para sobrevivir en Centroamérica”. Con ese dinero, huyó de ese país con otro pasaporte e identidad, y junto a su esposa costarricense desapareció en medio de numerosas identidades. Viajó por América e incluso regresó a Europa.
Los días de estafas, escapes y dobles identidades, que por confesión propia habrían llegado a proporcionarle hasta siete pasaportes distintos, acabaron para él esa tarde en Lima. Confesó finalmente los nombres que había utilizado en sus pasaportes. Estos eran: José Luis Ferrer, dominicano; Antonio Gutiérrez Sánchez, español; Cier Vander, noruego; José López López, cubano; José Cruz Hernández, costarricense y Alberto Alba Iglesias, boliviano. El séptimo, el verdadero con su nombre, nunca quiso revelarlo, al menos no públicamente. Para la Policía peruana se quedó como José Cruz Hernández, el hombre de los mil rostros. Un sujeto que permanecería algunos años encerrado en una cárcel peruana.