Después del sorpresivo ataque a Pearl Harbor, llevado a cabo por la aviación japonesa el 7 de diciembre de 1941, la opinión pública de los Estados Unidos exigió una respuesta al reto lanzado por el Imperio del Sol Naciente. Fue entonces cuando el teniente coronel J. H. Doolittle solicitó a su comando el correspondiente permiso para organizar una incursión aérea sobre Tokio.
La idea, en un primer momento, parecía simplemente descabellada. Cierto era que Doolittle tenía un impresionante palmarés. Antes de la contienda ya era famoso en varios continentes por sus vuelos acrobáticos y había ganado uno de sus ascensos al realizar el primer vuelo totalmente guiado por instrumentos que registra la historia. El coraje y la pericia de Doolittle eran indudables, pero la ciudad de Tokio estaba bien defendida y muy lejos de cualquier base aérea desde donde pudieran despegar los bombarderos norteamericanos.
Tanto insistió Doolittle ante sus jefes que, finalmente, le permitieron disponer una expedición que debía estar compuesta solo por voluntarios y a la que se rodeó del máximo secreto. La cantidad de postulantes que acudió con el deseo de participar en esta peligrosa tarea triplicó el número de pilotos y tripulantes necesarios. Una vez seleccionado el contingente humano, se procedió a escoger las máquinas adecuadas. Doolittle se decidió por los bombarderos B-25, rápidos, con gran capacidad para transportar su carga mortífera y, lo más importante, muy mesurados en el consumo de gasolina.
La misión de Doolittle se preparó con el mayor sigilo durante tres meses. Nada quedó librado al azar; se estudiaron centenares de mapas, fotografías y siluetas para que cada uno de los aviadores pudiera reconocer al instante su rumbo y objetivos. Luego, las máquinas y sus tripulaciones se embarcaron en el portaviones Hornet, al mando del almirante William F. Halsey Jr., que iba escoltado por el portaviones Enterprise, al mando del poco después admirado y famoso almirante Chester W. Nimitz. Durante la navegación continuaron las prácticas de despegue y de tiro. La moral de los hombres de Doolittle no podía ser más alta.
El plan original consistía en que el Hornet llegara a menos de 400 millas de Tokio para lanzar los aviones poco antes del anochecer, efectuar la incursión en la noche cerrada, y aterrizar en aeródromos chinos en las primeras horas de la mañana. Por temor que el enemigo hubiera descubierto la presencia del portaviones cuando este todavía estaba a 800 millas de la capital japonesa -lo cual fue una falsa alarma- se adelantó diez horas el momento del despegue, aumentando así, considerablemente, el riesgo de la misión.
El 18 de abril de 1942, a las 8:20 a.m., los B-25 abandonaban la cubierta del Hornet con Doolittle a la cabeza. Eran solo 16 aparatos que avanzaban en vuelo oscilante para eludir el radar enemigo. Lo cierto fue que los japoneses fueron sorprendidos y no localizaron a los aviones norteamericanos hasta que estos casi se hallaban sobre sus objetivos. Doolittle recordaría más tarde: “Pilotos, bombarderos y todos los miembros de la dotación cumplieron su deber con gran calma y notable precisión y exactitud. Nos pareció que todas las bombas alcanzaban los objetivos propuestos. Nos hubiera gustado demorarnos para observar los efectos de las explosiones e incendios subsiguientes, pero, de todos modos, tuvimos la suerte de que los excitados locutores japoneses nos informasen detalladamente de lo ocurrido. Tardarían varias horas en calmarse y pasar a la decepción y a los reproches”.
Alejarse del Japón fue lo más difícil y peligroso de la jornada; algunos aviones se quedaron sin gasolina y sus tripulantes tuvieron que saltar en paracaídas. Ocho de ellos fueron hechos prisioneros y ejecutados. Los demás descendieron en China y recibieron ayuda. De los 80 voluntarios que formaban la expedición, 71 consiguieron regresar a Estados Unidos.
La población de Tokio quedó desconcertada. Sus poderosas defensas antiaéreas habían sido vulneradas. Una y otra vez se preguntaban de qué base partió el ataque. En una conferencia de prensa el presidente Franklin Delano Roosevelt, con ironía, les dió una respuesta: los aviones habían despegado de Shangri-La, el ficticio retiro tibetano descrito por James Hilton en su novela Horizontes perdidos. Obviamente los daños causados por Doolittle y sus hombres no fueron de mayor importancia, pero el haber podido bombardear Tokio tuvo un efecto sicológicos muy positivo en los Estados Unidos. Doolittle había ofrecido al enemigo una muestra de lo que vendría más adelante.
Doolittle prosiguió su triunfal carrera en el frente europeo. Allí estuvo al mando de la Octava Fuerza Aérea de los Estados Unidos, devastando objetivos estratégicos alemanes y derribando un considerable número de aviones de caza germanos. Según el historiador Antony Beevor, Doolittle fue el creador de una nueva doctrina de bombardeo a la que se llamó “poner la ciudad en la calle”, lo que significaba arrasarla hasta los cimientos para que no pudieran pasar por ella ni los refuerzos ni las provisiones del enemigo. Después, ya con la jerarquía de brigadier general, vino el retiro definitivo en 1945, al concluir la guerra.
Doolittle en el Perú
Las hazañas de J.H. Doolittle fueron seguidas con singular interés en el Perú, donde hizo muchos y buenos amigos en las dos oportunidades en que nos visitó en la década de los años veinte del pasado siglo. La primera vez vino para reunirse con su colega Elmer Faucett* -con quien había trabajado en U.S.A.- y estuvo a punto de quedarse a residir entre nosotros. Faucett, quien ya estaba decidido a establecer una línea aérea en nuestro medio, lo cual lograría pocos años más tarde, le pidió a Doolittle que se asociaran. Este último debía compartir con Faucett la difícil y peligrosa tarea de buscar las rutas más adecuadas entre Lima y diversos puntos del Perú y, también, ubicar lugares aparentes para aterrizar tanto en el destino final como durante el trayecto por si se producían emergencias. Mas Doolittle era un trotamundos, amaba el riesgo y la aventura pero no las obligaciones que exigía formar y dirigir una empresa.
En 1928 volvió con C.W. Webster y Mc. Mullen, todos ellos pilotos de prueba de la empresa Curtiss, para hacer demostraciones con dos excelentes aparatos: el Hawks y el Falcon. Durante siete semanas Doolittle y sus colegas realizaron notables pruebas de acrobacia aérea en las bases de Las Palmas y de Ancón. Doolittle, quien tuvo bien ganada fama de galante, protagonizó por esos días un episodio que despertó vivos comentarios. Dos jóvenes y bellas compatriotas suyas llegaron al Callao en el vapor Santa Luisa y desembarcaron para conocer Lima. Por alguna razón no volvieron a bordo en el plazo señalado y el barco prosiguió viaje con rumbo al norte. Doolittle, sin pensarlo dos veces, las subió al Falcon y se dirigió a Salaverry, la siguiente escala de la nave. Allí no había aeropuerto y tuvo que aterrizar en la playa donde dejó a sus amigas e inmediatamente volvió a la capital.
El 25 de febrero de 1928 Doolittle y Mc. Mullen partieron de Lima con destino a La Paz, con escalas técnicas en Cañete e Ilo. Llevaban ejemplares de El Comercio para entregarlos al periodismo boliviano. El raid se cumplió con éxito pues ya Doolittle conocía la ruta y anteriormente había hecho otro vuelo entre Santiago de Chile y La Paz, donde sufrió un grave accidente que, por suerte, no mermó sus facultades físicas ni su valor. A Doolittle se le recordará siempre como uno de los grandes héroes de la Segunda Guerra Mundial y como el hombre que se jugó la vida infinidad de veces en vuelos pioneros y con su increíble looping al revés, una de las pruebas más arriesgadas en materia de acrobacia aérea que él practicó por primera vez en el mundo y que solía imitar exitosamente José Abelardo Quiñones, nuestro héroe del aire.
James Harold Doolittle, quien había nacido en el estado de Nueva York el año 1896, falleció en 1993 en Pebble Beach, California. La vida, hazañas y aventuras de este aviador legendario ha dado material para la filmación de varias películas, la publicación de no pocos libros e infinidad de artículos periodísticos.
* Elmer J. Faucett, nacido en Nueva York en 1891, llegó a Lima en 1920 para establecer la primera fábrica de aviones Stinson en América del Sur. En 1928 fundó la Compañía de Aviación que llevó su nombre y que abrió rutas en todo nuestro país. Faucett S.A. fue la primera aerolínea peruana y desapareció en 1997. Elmer Faucett falleció años antes, en 1960, en Lima.