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El Cuerpo de Investigadores de la Policía lo tenía en la mira desde comienzos de los años 30. Su extrema crueldad y osadía para los robos y asaltos le hicieron merecedor de esa atención policíaca. Eduardo Arnao Pérez había sido en su juventud un agente de la Guardia Civil, pero eso no le importaba; igual asesinó como saña al agente investigador César Bazalar Montes. Por eso los agentes se la tenían jurada.
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Arnao fue literalmente cazado. Fue uno de los primeros delincuentes de esa década en ser perseguido paso a paso. Pero no se entregaría fácilmente; no era su estilo rendirse ni pedir clemencia. Su captura empezó realmente cuando los investigadores pudieron saber de sus planes de asalto a una compañía de ómnibus, la Metropolitan. Arnao tenía marcado al recaudador de dicha empresa de transporte, pero él también lo estaba por la Policía de Lima.
El martes 10 de abril de 1934, mientras en las portadas de los diarios limeños, en ese primer año del gobierno de Óscar R. Benavides, se destacaba el próximo estreno en Nueva York del tenor peruano Alejandro Granda, el delincuente Arnao Pérez calculaba el momento en que iba a “cuadrar” al recaudador que tenía todo el dinero del día de la flota de buses Metropolitan. La medianoche era el momento clave para dar el golpe. Pero la inteligencia policial de la época -la brigada de Asuntos Criminales- se adelantó al asaltante y ocupó los puntos estratégicos del local, cercana a una factoría de tranvías.
EL TEMIBLE ARNAO INTENTÓ ROBAR EN MIRAFLORES
Eduardo Arnao no se apareció en el lugar ante el despliegue policial. Perdió así ese botín que creía seguro, pero evitó su captura inmediata, aunque sea por unos días más. Esos planes meticulosos que Arnao armaba, se sabrían luego, ya que la Policía recuperó los planos y anotaciones del delincuente (reglaje incluido), los cuales proporcionaría a la prensa limeña.
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El malhechor no estaría libre por mucho tiempo más, pero aun así se movilizaba entre Lima y Miraflores. Al frustrarse el asalto al Metropolitan, los sabuesos policiales supieron que se había dirigido al balneario miraflorino; allí maquinaba robar en una “encomendería” (bodega) de migrantes asiáticos. Sin embargo, con la astucia y el olfato que tenía para detectar a los agentes que le pisaban los talones, Arnao desistió también de asestar ese golpe. Estaba desesperado por conseguir dinero y tener seguridad. Pero el cerco de la brigada se cerraba sobre él. Y él lo sabía. Así, retornó a Lima y a sus alrededores, a zonas que conocía bien y donde se había hecho muy popular.
Un día antes de su captura, el viernes 13 de abril de 1934, el asaltante se dirigió a La Victoria. Pero no fue vestido como un civil cualquiera. Cuando quería, Arnao incursionaba con su uniforme de Guardia Civil que mantenía en buenas condiciones para usarlo cuando lo necesitaba. Esa noche, el delincuente fue a buscar a una antigua amiga en una “casa de tolerancia”, y luego de estar con ella, la amenazó con matarla si le decía a alguien que lo había visto.
Arnao le contó que ya había matado al guardia Bazalar y que le faltaba matar a cuatro más. Le dio otros detalles de sus andanzas delincuenciales, un poco para vanagloriarse y un poco también para quitarse los nervios de encima. Luego se fue del lugar, pero siguió vigilando a la mujer unas horas más escondido por los alrededores. Antes de desaparecer volvió para amenazarla de nuevo.
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La mujer no pudo con su ansiedad y miedo, y al día siguiente, sábado 14 de abril de 1934, fue muy temprano a la comisaria del sector para contarlo todo. Reveló al comisario detalles que hizo que la Policía entera se pusiera en alerta roja. Esta vez sí parecía que el cerco funcionaría.
La osadía de Arnao Pérez llegó al punto de que ese mismo día, por la tarde, reapareció cerca del prostíbulo victoriano. Por ello la Policía avisó a la brigada de Asuntos Criminales para que lo interceptara, pues era ese organismo el encargado de su caza.
Arnao se había quitado el uniforme policial y andaba “con un terno azul marino oscuro”, anotaba el cronista de El Comercio. El sujeto se escabulló como pudo y evadió un primer cerco. La brigada fue reforzada por los agentes más decididos y con más experiencia. Todos querían enfrentarlo, ya que sabían que no se entregaría, sino que lucharía hasta con los dientes para no ser atrapado.
Esa noche, la sección de Asuntos Criminales de la Policía, bajo la jefatura del oficial Juan Benavides, armó una red de vigilancia entre el Parque Universitario, por la Casona de San Marcos y el “barrio” de La Victoria. En esos márgenes se estaba movilizando el escurridizo Eduardo Arnao. La Policía lo describió como alguien que parecía estar buscando a alguien, quizás a la mujer con la que estuvo la noche anterior. Ya sabía que esta lo había traicionado con las autoridades.
Arnao tuvo un problema adicional: no podía conseguir un automóvil. La Policía había comunicado a todos los taxistas y demás personas del servicio de transportes que tuvieran cuidado con el delincuente. Su rostro estaba en todas partes.
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En la emboscada, los agentes se habían distribuido estratégicamente: unos estaban “descansando” en el césped del Parque Universitario; otros deambulaban entre la gente que iba y venía del parque a las zonas más próximas a La Victoria. Arnao lo había percibido y se sabía atrapado. Trató de pasar desapercibido, tapándose la cara con un pañuelo. Dudaba de todo aquel que se le acercaba.
“Daba vueltas ya hacía la calle Cotabambas, ya para la calle Abancay. Pero no se decidía a ir por ningún sitio definido”, así describió la escena el cronista de El Comercio. Eduardo Arnao era una presa a punto de caer. Dubitativo aún, trató de parar un auto de servicio público amenazando al conductor con un revólver en la mano derecha. Era todo o nada para él, a las 11 y 10 de la noche.
De pronto, el jefe del operativo, el propio oficial Juan Benavides, quien daba vueltas por la zona en un automóvil, dio la orden de intervenir. Los custodios de la brigada no iban a dejarlo escapar esa vez. Los que estaban colocados en el césped del Parque Universitario empezaron a disparar, así como los otros agentes; el mismo jefe desde su auto hizo lo mismo.
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Eduardo Arnao retrocedió, desistió de subir al auto a la fuerza, y entonces descargó toda la caserina de balas de su revólver contra sus atacantes. Hirió a algunos, pero en su desesperación trató de volver a cargar el arma, pero ya era tarde. Estaba herido. Aun así corrió con el revólver a un lado de la vereda y peleó con el agente Huanqui de la brigada, a quien hirió en el brazo derecho con la última bala que tenía.
Avanzó, trató de encontrar algún lugar dónde refugiarse, pero en su camino se cruzó con otro agente. Sin balas, luchó con este y hasta le mordió la mano derecha. Arnao era una fiera acorralada. Cuando parecía que podía aun defenderse más, inesperadamente el delincuente cayó al piso. Allí los primeros agentes que se acercaron pudieron ver la enorme herida de bala en su vientre.
Aun respiraba, por ello los agentes lo condujeron al local de la Asistencia Pública. Su cuerpo estaba débil. A segundos de llegar a la puerta de emergencia, Eduardo Arnao Pérez dejó de existir. Los médicos así lo certificaron en los minutos siguientes.
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“En el bolsillo de Arnao se encuentran un revólver y una pistola, una caserina cargada, varias balas sueltas en los bolsillos de la americana, del chaleco y del pantalón. Se le hallan prendas de uso personal. Tiene también su carnet”, así fue el recuento final del cronista de policiales.
Su cuerpo reposó en una camilla, desnudo de la cintura para arriba, en el mismo hall de la Asistencia Pública. De esta forma, los reporteros pudieron comprobar que aquel feroz delincuente tenía una herida profunda en el vientre, y otras más en distintas partes de su anatomía. La mano derecha totalmente ensangrentada. Quedó allí paralizado, con el rostro cubierto por su propia chaqueta.
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