En junio de 1904 no había aviones en Lima porque era un invento que aún no surcaba estos aires. Lo que sí llegaban, y a montones, eran barcos a los puertos de la costa peruana, especialmente al Callao. Por el número de personas aglomeradas en el muelle, ese era un lugar donde podía empezar cualquiera epidemia, como la peste bubónica. Fue esta una de las peores epidemias que golpeó a los limeños que apenas unos años antes habían despedido el siglo XIX.
Las autoridades de la Junta Sanitaria del Gobierno central sabían algo importante: al más mínimo anuncio de peste, declararían la cuarentena para esos barcos repletos de pasajeros o mercancías. Pero junio de 1904 fue un momento excepcional en la vida de los limeños, de todos los peruanos. Dos meses antes, en abril, había fallecido el presidente de la República Manuel Candamo. Asumió el mando Serapio Calderón, el vicepresidente, por algunos meses, hasta setiembre, en que tomó el poder constitucional José Pardo y Barrera. Tres presidentes en un lapso de nueve meses. La peste bubónica hizo temblar a un país ya inestable políticamente.
En ese mes crítico, las fuerzas del orden se concentraron en las calles del Callao, sector de la ciudad que sufría los embates de la bubónica, la peste generada por la abundancia de ratas y pericotes y por el deficiente sistema de aguay desagüe. Manzanas completas fueron aisladas de manera radical: se abrían zanjas en todo el contorno de estas y se colocaban “planchas de calamina” para evitar la fuga de los roedores contaminados.
Los vecinos de esos lares fueron reubicados momentáneamente. Los reporteros de El Comercio confirmaron la mala práctica en ese traslado, ya que los vecinos llevaban consigo ropa y hasta colchones infectados, trasladando la peste a otros lugares del Callao o de Lima. El diario decano llamaba a la calma y al orden para no expandir le epidemia. La imagen terrible de personas que caían al piso, agonizantes, no era extraña en algunos parajes chalacos. Eran los años previos a la etapa de la “República Aristocrática” (1908-1915).
Había también “falsos positivos” de bubónica en diferentes barrios del Callao y Lima, detectados y descartados por la Beneficencia y la Inspectoría de Higiene. La confusión venía porque algunos síntomas iniciales eran similares a los de una gripe sencilla: dolor de cabeza y de garganta y fiebre alta.
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Se instalaron casas de aislamiento en varios puntos de la ciudad, y en los hospitales, las zonas de reposo eran conocidas popularmente como barracas. Los cuerpos de las víctimas (a los que llamaban ‘pestosos’) presentaban ‘bubones’, es decir, tumores en partes del cuerpo como en las axilas o en las ingles. Aun así, muchos se resistían a acatar las medidas de salubridad pública, ante lo cual las autoridades requerían el apoyo de la policía. Pero estas medidas tardaron en llegar, por ello la mortandad fue considerable. Muchos vecinos, más conscientes que otros, lamentaban no haber tenido una mejor reacción a tiempo.
Ante el miedo, la gente implementó ratoneras artesanales, entre otros sistemas de caza. Para fines de junio de ese año, la epidemia recién empezó a bajar su intensidad, algo que se percibía claramente porque en adelante los casos de sospechosos de peste ya presentaban síntomas sin los aterrados bubones; mientras los pacientes hospitalizados –donde se mezclaban todo tipo de enfermos– iban mejorando en forma paulatina, con menos fiebre, bubones que se reducían de tamaño y el cuerpo que recobraba su color natural.
Cómo era vivir entonces una cuarentena en barco
En esas circunstancias sanitarias, el vapor “Guatemala” era muy esperado en el Callao puesto que traía en su depósito dos aparatos Clayton, solicitados por el Gobierno justamente para la “desinfección de los vapores”. Debido a las medidas de precaución, se esperaba enviar una lancha de tamaño adecuado para traer los equipos sin que el vapor tocara puerto. El ‘Guatemala’ venía del norte, pero apenas entró a aguas peruanas causó sorpresa y hasta temor. Algo peligroso había en ese barco.
No era la peste bubónica de Lima, sino la fiebre amarilla, detectada a tiempo, en La Libertad, por lo cual el vapor no fue recibido ni en Pacasmayo ni en Salaverry. Se trataba del segundo maquinista que manifestaba síntomas inequívocos de una enfermedad ya muy conocida en el Perú por su recurrencia a lo largo del siglo XIX.
Un dato curioso es que en ese vapor viajaba también el poeta peruano José Santos Chocano, quien regresaba de Centroamérica y buscaba desembarcar en el Callao. Los telegramas informaban en un inicio que en cada puerto norteño al que se aproximaba el “Guatemala”, una lancha o bote especialmente acondicionado se le acercaba para llevar y traer mercancías y personas.
Conforme avanzaba hacia el sur, el vapor empezaba a sentir cada vez más los estragos de la fiebre amarilla en algunos pasajeros. Ya para el 8 de junio de 1904, el poeta Chocano, junto a una compañía completa de teatro y decenas de pasajeros, tuvo que vivir la cuarentena en alta mar. El Comercio se las ingenió para informar los detalles de cómo vivían los tripulantes y pasajeros del “Guatemala”.
En su edición del 9 de junio, El Comercio señalaba la “cuarentena de observación” que sobrellevaba el vapor. Un reportero fue encargado de comunicarse con los pasajeros. Esa era su misión. “Una vez que llegamos al Callao, nos dirigimos al muelle para alquilar el bote que debía conducirnos al ‘Guatemala’; pero allí tropezamos con el inconveniente de que ningún fletero quería acceder a nuestra petición, sino le mostrábamos antes la orden respectiva para hacer el viaje”, decía la crónica del día.
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El periodista del diario decano entonces se empeñó en obtener esa orden. Al tenerla entre manos, pudo subir a un bote de vela y dirigirse hasta la distancia que marcaba el reglamento para estos casos. Una lancha de la capitanía revisó la orden y dejó que el bote llegara a unos 50 metros del vapor que, en cuarentena, reposaba inmóvil a una milla y media del muelle. Era un barco de calado negro, imponente y sobrecogedor.
Conforme se fueron dando cuenta de la cercanía del bote, los pasajeros se acercaban a la barandilla del barco. El primero en ser visto paseando por la cubierta fue José Santos Chocano. El poeta caminaba con un gorro oscuro de turista y las manos en los bolsillos. “Al vernos, cuenta el reportero, nos saludó afectuosamente”.
“Comenzaron a dar gritos y parecía que el viento nos traía el eco confuso de sus palabras: ‘No hay nada… Libre plática… Siete días sin novedad… Teatro Politeama… El Comercio… ¿Qué hay en Lima?’”, contaba el periodista. Cuando este avanzó hacia estribor, cortando el viento, es que recién pudo escuchar frases completas, coherentes y sonoras.
“El señor Chocano nos contó la vida que hacían a bordo: una vida bastante alegre de noche, se juega, canta y baila. Las artistas de la ópera son las que más contribuyen a fomentar esa alegría”. El poeta se convirtió en una buena fuente, directa y clara, para saber qué pasaba en el vapor al frente del Callao.
Sobre el enfermo de fiebre amarilla, Chocano contó que hacía días que estaba estable, y no presentaba síntomas de haberse agravado. Por eso esperaba que liberaran el barco. Él mismo gozaba de buena salud, así como casi todos los pasajeros del vapor, incluidas las hermosas y talentosas artistas de ópera, italianas y españolas, que iban a presentarse en esos días en el teatro Politeama.
A las seis de la tarde, la lancha de la capitanía le indicó al reportero que debían volver al muelle. La pesadilla parecía estar terminando para el vapor “Guatemala”. Lima renacería en pocos meses más.
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