Era bueno y se sabía bueno. Era guapo y lo hacía notar. Y era el mejor, porque su perfeccionismo lo obligaba. Inocencio Osvaldo Cattone Ripamonti nació el 17 de enero de 1933 y murió hace unas horas, en la soledad infame de la pandemia, con las mismas cinco personas que conocían sus manías, sus fobias, su belleza. La que se ve y la que no, que era su sello. Murió pero claro, sobre él hay recuerdos infinitos que llenarían plazas y lo han hecho tendencia. Tanto que el Teatro Marsano parece un estadio para cien mil personas: todos conservan un recuerdo aunque nunca lo pisaron, todos lo vieron aunque no lo vieron, a todos les habló con esa magia del que era dueño y revolución, su teatro.
Le dio fuego a más de 120 montajes entre Perú y Argentina pero nunca se puso un disfraz. Quienes lo conocieron en serio dicen que era auténtico desde los rulos de bebé que se peinaba hasta la punta de sus mocasines italianos. Decía carajo cuando nadie en la TV decía carajo, hablaba de sexo con naturalidad y llamaba mierda a lo que era eso, nada más. “Hoy vivo en otoño, como las hojas de los árboles”, le dijo hace poco a El Comercio, cuando recordaba los primeros días en que se enamoró del Perú en 1973. De esos tiempos es esta foto.
Diseño: Armando Scargglioni
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Cattone en el Marsano es como un león en la selva. Hasta allá hacía ir el director de teatro más influyente de los últimos 50 años a periodistas, reporteros, camarógrafos. Los ponía frente al espejo, prendía las luces, dejaba que lo vean combinando maquillajes. La foto es del 23 de agosto de 1985 justo cuando organizaba una nueva temporada de la inolvidable Doña Flor y sus dos maridos. Allá afuera, en Miraflores donde queda el Marsano, los limeños se resisten a todas las crisis. Cattone, el maestro Cattone, tenía la pócima para vivir así: sonreír.
Entonces dejó hacerse estas fotos, en la cámara de Armando Torres. Andaba por los 52, una edad que luego él definiría como la mitad del camino, esa etapa donde uno luce bien, fuerte y bello.
“Si tengo que morir, que sea rápido”, decía Cattone, ya en los 88 años. Como amar en el verso de Watanabe. Y ahora que se fue, esa es su más noble herencia: querer con esa pureza, soñar con esa intensidad. Es la única forma que existe.
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