“Falleció ayer el actor nacional Luis Álvarez”, así, escuetamente, titularon la mayoría de diarios peruanos la lamentable noticia que dejó mudos a todos los amantes del teatro en el país. Ese día 17 de noviembre de 1995, a las seis de la mañana, la muerte se llevó a aquella persona que representaba la actuación, la energía y la corrección en los escenarios teatrales y televisivos. La grave voz de Luis Álvarez (1913-1995) no se dejaría escuchar nunca más.
Tenía 82 años de edad cuando un cáncer cerebral lo venció. Luis Álvarez Torres, ese era su nombre completo, había sido homenajeado hacía solo dos semanas antes por sus 50 años en el teatro nacional. Era un clásico, un referente cultural y artístico; un hombre que sabía que ya era parte de la historia cultural del Perú.
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Don Lucho Álvarez actuó en el teatro y luego en el cine y la televisión. Pero fue en el imperio de las tablas donde pudimos verlo interpretar a esos personajes a los que daba un carácter único. El más recordado fue el ‘ingeniero Echecopar’ de la pieza “Collacocha”, obra del gran dramaturgo peruano Enrique Solari Swayne (1915-1995).
Luis Álvarez había nacido en Islay, Arequipa, el 29 de julio de 1913. La vida de la familia Álvarez durante los años del oncenio de Augusto B. Leguía (1919-1930) fue muy difícil. El adolescente y joven Luis se dedicó a varias cosas antes de entregarse al teatro. Álvarez fue soldado (llegó a sargento en el Ejército), explorador y hasta chofer de tranvías.
Pero de esa estrechez económica, de esa sencillez del hombre común, el joven artista sacó sabias enseñanzas para la vida. Aprendió a sobresalir a través de una profunda sensibilidad que se expresó de forma natural en el teatro, al que se dedicó desde sus 30 años. En ese mundo conoció a muchos amigos, y uno de los más cercanos para él fue el comediante Jorge Montoro.
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El interés por el teatro llevó a ambos amigos a inscribirse en octubre de 1945 en la recién abierta “Escuela de Arte Dramático”, que para entonces se inauguraba con el nombre de “Teatro del Pueblo”. Su debut fue ese mismo año en el Teatro Ritz (luego cine Ritz), que se ubicaba en la avenida Alfonso Ugarte, interpretando breves piezas de Luigi Pirandello y Antón Chejov.
La existencia de Luis Álvarez se reorientó a ese mundo de historias, dramas, lances de amor y odio; un espacio de gestos e interpretaciones. Fue un juego serio que le gustaba tanto que no pudo dejarlo nunca más.
Egresó en 1948, en el inicio del ‘ochenio’ de Manuel A. Odría (1948-1956), ya con 35 años de edad encima. Maduro, pero con el entusiasmo de un niño, su ímpetu lo llevó a visitar diversas partes del interior del país, donde actuó y enseñó teatro a los niños.
Álvarez fue profesor en el Instituto Pedagógico (luego llamado ‘La Cantuta’), así como en el Colegio Nacional Nuestra Señora de Guadalupe, donde fue uno de los profesores más recordados durante 17 años ininterrumpidos.
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Hasta que llegó a su vida una obra inolvidable: “Collacocha”, una pieza del recordado Enrique Solari Swayne (quien murió meses antes ese mismo año de 1995), la cual se estrenó en Lima, en 1956, al final del régimen odriísta.
Fue una puesta en escena del recordado elenco de la Asociación de Artistas Aficionados (AAA), la que dirigió Ricardo Roca Rey. Con el talento de Álvarez, la triple A caló hondo en la memoria del público nacional, en lo que se llamó la ‘edad de oro’ del teatro en el Perú.
“Collacocha” era parte de una trilogía que Solari Swayne dedicó a cada una de las zonas geográficas más importantes del país: ella correspondía a la sierra; luego vendría “La Mazorca” (1965), a la selva; y “Áyax Telamonio” (1968), a la costa.
En esos años, era evidente que “Collacocha” dejaba traslucir un sentimiento de desigualdad social y de revelación de una situación que denunciaba la explotación social del hombre por el hombre y, también, una lucha, la del personaje Echecopar, por el desarrollo de mejores condiciones de vida en el Perú.
Para Luis Álvarez fue la pieza más importante que interpretó durante su carrera teatral. La hizo suya, tanto que con ella se consagró en el histórico Festival Internacional de Teatro en México, donde el actor brilló sin par y llevó en alto la representación de la obra nacional. Con su interpretación del ‘ingeniero Echecopar’ hizo recordar al mundo que el sueño por superar los límites que le imponía la naturaleza era algo que moriría con el ser humano.
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Las frases de Echecopar retumban aún en la memoria por su franqueza y lucidez. Aquí la célebre expresión que resume el ideario de “Collacocha”: “Estamos combatiendo la miseria humana y estamos construyendo la felicidad de los hombres del futuro”. Y más adelante: “Mi misión en la tierra es habilitar nuestro maldito país como morada del hombre, hacer su suelo transitable, abrir caminos, para que los hombres se acerquen por ellos…”.
No hay una estadística definitiva que revele la cantidad exacta de personajes que interpretó Luis Álvarez (dicen que fueron más de 200 personajes) y, menos aún, las veces que se subió a un escenario teatral (dicen que alrededor de 3 mil veces); pero su teatro es inolvidable por su dureza y versatilidad; por su energía y autenticidad. Álvarez fue un espíritu clásico que dejó discípulos sin buscarlos.
Quizás los lectores de hoy lo recuerden más por las películas donde intervino sobresalientemente: ‘La ciudad y los perros’ (1985), ‘La agonía de Rasu Ñiti’ (1985) y ‘Malabrigo’ (1986). Pero también por sus participaciones destacadas en las telenovelas de moda en los años 70 y 80, como ‘Simplemente María’ (1969-1971), ‘Natacha’ (1970), ‘La casa de enfrente’ (1985) y ‘El hombre que debe morir’ (1989).
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Luis Álvarez tuvo el gusto de recibir algunos premios en vida. Uno de los primeros fue el premio ‘Anita Fernandini’ en 1960; pero, sin duda, el más significativo fue el Premio Nacional de Teatro en 1990. Pero, él fue un señor, el señor del teatro nacional peruano. No necesitó de una medalla, premio o diploma adicionales para que todo el país lo reconociera.
Al día siguiente de su muerte, el 18 de noviembre de 1995, los restos de Luis Álvarez fueron llevados desde el velatorio de la parroquia ‘Santa María Reina’ hasta el crematorio del Hospital Naval, donde fueron incinerados.
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